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Moscas

Por Clochard
Para Iván Rojo Moscas Era fácil asomarse a la verja del chalet y verlo allí en el porche a cualquier hora del día, sentado en su silla frente a la mesa de madera cazando moscas. Era lo único que aquel retrasado hacía, aparte de comer, cagar y babear con mirada ausente, cazaba las moscas con las manos y les arrancaba las alas con expresión quirúrgica para luego ir depositándolas sobre la mesa. Y puedo jurar que lo único que no faltaba en aquella casa eran moscas. Cuando reunía un buen puñado se quedaba absorto contemplando su obra. Quien sabe qué pasaba por la mente de aquel idiota, qué le fascinaba tanto de aquella extraña y repugnante tarea y por qué era en lo único que parecía ser capaz de concentrarse.

Las viejas del pueblo murmuraban al salir de la iglesia que el tonto era el castigo que su madre merecía por sus pecados y los niños y no tan niños solíamos acercarnos a la verja para insultar al pobre crío o tirarle piedras, algo que no parecía inmutarle lo más mínimo absorto como estaba siempre en desmembrar a los indefensos insectos. A veces también la pared del chalet amanecía con una pintada haciendo alusión a la madre del tonto y su pertenencia al oficio más viejo del mundo. El caso es que yo visitaba muy a menudo aquella casa porque la madre pedía que le lleváramos la compra a domicilio y aunque yo me negaba y le decía a mi padre que no quería que me se me contagiara algo él me daba un pescozón y me tocaba cargar el pedido en la cesta de la bici y plantarme en aquel chalet apestoso.

La madre solía recibirme fumando, con una cerveza en la mano y una bata entreabierta que mostraba más de lo que yo hubiese querido ver. Lo cierto es que era muy amable conmigo y nunca remoloneaba a la hora de pagar la cuenta, sin olvidarse de mi propina. Un día de esos antes de marcharme no pude evitar la tentación de acercarme a ver lo que hacía el idiota. No me prestó atención alguna, como si no estuviera allí, de modo que me quedé un rato observando como iba aumentando poco a poco su ejército de moscas mutiladas, como en su mirada nacía un destello de regocijo al verlas avanzar por la mesa, indignas, torpes, diferentes...similares a él. Un fuerte golpe nos sacó tanto al idiota como a mí de nuestra abstracción, el blando desfile acababa de ser aplastado y sus amorfos miembros destruidos por una revista porno enrollada.

Alcé la vista y descubrí que el autor de tal gratuito genocidio había sido el nuevo novio de la madre, un capullo musculoso, rapado y tatuado que nos dedicó una sonrisa de autosuficiencia antes de pasar de largo y zambullirse en la piscina verdusca. El tipo sería tan solo unos años mayor que yo y ahora que tenía tan cerca al retrasado me di cuenta de que él debía tener unos cuantos años más que aquella parodia de padrastro efímero. Por cierto que aquella brutal interrupción no pareció fastidiarle lo más mínimo y pronto se dedicó a recomponer con nuevos ejemplares su colección de seres lastrados.
Tuvo que ser aquel chulo tatuado el que dos semanas más tarde llamó aterrado de madrugada a la policía. Debió despertarle el olor dulzón, el tacto viscoso que confundiría con el sudor de los cuerpos en la cama, quizá un zumbido extraño. No debió ser un espectáculo muy agradable encontrarse a la mujer cubierta de moscas, agonizando todavía con los brazos amputados y descubrir la silueta bobalicona del idiota en la puerta de la habitación con el hacha en la mano.
Jamás supimos nada de él ni volvimos a verlo atrapando moscas con pasmosa habilidad en la mesa del porche, debieron encerrarlo en algún sitio de esos en los que meten a aquellos con los que no saben qué hacer.
Creo que fui el único que comprendió aquel gesto de amor por su madre.


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