Si hay algo que trato de hacer a escondidas de mis hijos es ir al súper. Sin embargo, pocas veces lo logro. Ellos tienen una especie de 6to sentido que simplemente les hace saber a dónde voy. Y antes de que pueda hacer algo al respecto, ya están los tres parados en la puerta, listos para acompañarme. Entonces, ahí vamos los cuatro a hacer las compras que podrían tomar 20 minutos, pero con su compañía se convierte fácil en una hora.
Así sucede esto:
Llegamos al súper, saco la toallita antibacterial de mi pañalera y se la paso al carrito, alrededor del asiento donde va a ir Luca. Sé que suena un poco excesivo, pero creo que él va al súper con una sola misión en su cabeza: chupar el carrito, de todos los lugres posibles. Guácala. Mejor lo limpio.
La tienda a la que voy tiene unos carritos miniatura con una banderita que dice: “Cliente en entrenamiento”. La primera vez que los vi, se me hicieron adorables. Hoy en día, los alucino. Obviamente, Pía y Pablo salen disparados para agarrar uno cada quien. Y entonces, ahí vamos, en 3 carritos, a hacer las compras:
― Pablo, no corras.
― Pía, apúrale.
― Luca, ¡no chupes el carrito!
― Pablo, ¡cuidado con la señora!
― Pía, por acá, no por allá.
― Luca, ¡no chupes el carrito!
― ¡Niños, espérenme!
No necesito seguir, ¿verdad? Creo que mi punto quedó claro.
Además, si de por sí cada vez que voy al súper salgo con muchas más cosas que aquellas que tenía originalmente en mi lista, con mis hijos es peor. Todo quieren y todo necesitan. No importa si es una pasta de dientes, unos palitos de queso o una fibra para lavar los platos, todo les parece absolutamente indispensable.
Obviamente, hacen caso omiso de mi “no, no podemos llevar eso”, por lo tanto, a la hora que llegamos a la caja, lo que corre por la banda tiene que pasar por un filtro de qué sí va y qué no. Y obviamente, es el momento de los 1,000 reclamos: “…pero, mamaaaá!”.
Antes de salir del súper, los niños ya escavaron entre todas las bolsas y pescaron algo que ellos deciden que quieren llevarse en la mano. Y todo el camino a casa escucho: “¿Ya lo puedo abrir? ¿Ahora? ¿Ya? ¡Porfa, má!”.
Finalmente, llegamos a la casa y mi alma descansa. Eso es hasta el día que vuelvo a abrir el refrigerador… nada. La alacena… nada. Oh, no.
― ¡Niños, ahorita vengo, se quedan con papá!
Pero los tres ya están listos en la puerta.