Revista Educación
Primero fue un estruendo metálico, como si una plancha de hierro forjado hubiera caído a más de 100 kilómetros por hora desde unos cien metros de altura. No eran aún las ocho de la mañana y creí que el edificio de al lado había quedado en escombros. Me asomé corriendo al balcón y rápidamente comprobé que simplemente era un andamio mecánico que los obreros de enfrente habían puesto en marcha para pintar la fachada de un inmueble en reformas. Después fue una música estridente a todo volumen que me provocó desorientación acústica (no sé si este concepto existe, pero necesito inyectar un poco de drama). Volví a asomarme y vi que solo era la banda sonora de mis amigos los del cemento y la brocha, porque trabajar tranquilo y en silencio no mola.
Acabada la jornada laboral pensé que por fin llegaría mi paz interior, hasta que otra columna de sonido explotó en mi oreja izquierda: un patio de vecinos frente a mi balcón probaba varias horas antes cómo sonarían las isas y folías de la fiesta que esa noche celebraba el barrio en honor a un Cristo (el que sea, me da igual). Con suerte llegó el domingo y aliviada pensé que el Día del Señor daría un respiro a mis achacados tímpanos. Pero la oscuridad llegó con más ruido: el de la banda de cornetas y tambores que debía estar enchufada a los altavoces de nuestros amigos los obreros, porque otra cosa no me la explico. Y, para no aburrirlos más, les diré que el día acabó con los petardazos de los fuegos artificiales y las bocinas de los coches de varios conductores, cabreados por el tapón de tráfico que se había montado en el barrio.
A medida que cumplo años me vuelvo más intolerante con ciertas cuestiones. A estas alturas ya habrán adivinado que una de ellas es el ruido. Pero no cualquier ruido, sino el ruido gratuito, aquel perfectamente evitable, como la música de mis queridos obreros, las cornetas a todo gas o los 400.000 cohetes y palmeras de pólvora. Somos un país ruidoso; diría que el que más viola los límites legales de toda Europa. Superamos los márgenes saludables de decibelios, no ya solo por la noche, sino también por el día.
Charcos de los espejos, Sardina del Norte, Gáldar.
Y si la lucha de muchas comunidades de vecinos y colectivos contra el ocio nocturno ha tenido ciertos éxitos, el ruido diurno se tolera en todas las situaciones, como si con la luz del sol no molestase. Pero el ruido es, en realidad, una cuestión de educación. Y aquí sentimos que si hablamos más alto tendremos más razón; pensamos que gritarle al de enfrente es símbolo de poder; creemos que decir las cosas en voz baja es de gente aburrida y sosa.
Entrar en una cafetería alemana impone y genera alivio. Lo comprobé en Berlín hace unos años. La gente habla, comparte, se ríe, pero no tiene por qué intercambiar pequeños escupitajos involuntarios que se oigan en los bares belgas. Así que viendo que vamos hacia mayores niveles de ruido gratuito y que el nuestro es el país con el récord en desempleo, emigrar a la patria de la Merkel se convierte en una buena idea, pero no por necesidad de encontrar un trabajo, sino por salud mental y acústica.
Postdata: y como la nuestra es una tierra de contrastes, es posible disfrutar de este increíble paisaje costero (en la imagen) y tener a la madre del niño de turno en la otra oreja a grito pelado: “¡Que salgas ya del agua, Kevin, que tienes los deos arrugaos!”