Revista Opinión
«La ilustración es la liberación del hombre (y la mujer)* de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin guía de otro. Esta incapacidad es culpable, porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse por sí mismos de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tú propia razón!» No son palabras mías, pero las subscribo letra a letra, con rúbrica sanguínea. Las pensó el maestro Kant allá por 1784, y a pesar de su antigüedad, siguen hoy poseyendo una relevancia meridiana. Kant diferenciaba en todo ciudadano dos responsabilidades, una de ellas sociopolítica, como miembro de una comunidad, y la otra intelectual, como ser pensante y libre. Por un lado, todo ciudadano está sometido a leyes positivas que regulan la convivencia o a normas propias del rol familiar, social y laboral que interpreta. Como ciudadano, debe obedecer dichas prescripciones, si desea ser él a sí mismo respetado como tal. Un soldado debe obedecer a su general; un sacerdote, a su obispo; un empleado, a su jefe. Las estructuras sociales llevan aparejadas un código de lealtad presupuesto e inherente al cargo que cada cual ocupa dentro de la jerarquía social. Esta obediencia autoimpuesta es uno de los presupuestos básicos del orden establecido.Ahora bien -añade el filósofo de Königsberg-, igualmente todo ciudadano posee, como ser pensante y libre que es, la capacidad de ejercer su derecho consustancial a expresar acuerdo o disenso hacia cualquier idea, opinión o razonamiento. Esta libertad es, para Kant, una capacidad, como lo es también respirar, comer o amar. Pensar y expresar públicamente tus ideas es un derecho inalienable. Sin su ejercicio, no pasaríamos de ser meras amebas unicelulares, vagando por el ancho y oscuro abisal. Una sociedad ilustrada, tanto al estilo kantiano como según la ética que sustenta nuestra Constitución, no es posible sin un Estado de Derecho garantista, que proteja y alimente la libertad de opinión y expresión, sin injerencias de aquellos poderes que detentan el discurso mediático. Ningún gobierno, grupo político, asociación ciudadana o religión está por encima de esta libertad, a no ser que vulnere derechos constitucionales de otros ciudadanos. Un sacerdote debe cumplir con las funciones propias de su cargo, pero este deber social no anula en ningún caso su derecho a expresar públicamente su acomodo o discrepancia en relación a la naturaleza de sus obligaciones. Lo que es aplicable a un sacerdote, lo es también a cualquier rol social. Hasta ahora, el modelo clásico de partido político ha impuesto a sus militantes una lealtad, no solo en relación a las responsabilidades que cada cual ejerce dentro de la agrupación, sino también hacia el libre ejercicio de opinión y expresión. El Reglamento para afiliadas y afiliados del PSOE es claro y distinto en esta materia. En su artículo 41, prescribe como falta grave: «Hacer públicos, por cualquier medio de difusión, opiniones, ideas o comentarios opuestos a la línea política del Partido». El reglamento interno de una asociación de ciudadanos, como no deja de ser todo partido político, al igual que lo es una oenegé, una religión o un club de tenis, no puede impedir en ningún caso el libre ejercicio de derechos constitucionales. Tenemos el reciente y sangrante caso de los profesores de religión. El Obispado, hasta ahora, se reservaba el derecho a despedir a sus empleados por conductas inapropiadas, contrarias a la moral católica. Este hecho ha sido denunciado en numerosas ocasiones por el PSOE, aduciendo que nunca este tipo de sinrazones pueden ser causa de despido, ya que vulneran el derecho a la libre privacidad y moralidad individual. Sin embargo, los partidos políticos blindan su discurso unidimensional de cualquier heterodoxia interna, impidiendo el libre ejercicio de opinión entre su militancia, bajo pena de expediente disciplinario o expulsión. Esto vulnera gravemente la libertad de expresión, un derecho que está por encima de cualquier interés privado o colectivo.Antiguamente, estaba bien visto que los conflictos internos, dentro de la pareja, se lavaran de ventanas para dentro. Este código de silencio, alimentado además por un catálogo diabólico de buenas costumbres del perfecto ciudadano, provocaron una terrible indefensión a las mujeres maltratadas. Los platos sucios deben lavarse dentro de casa. Esta es la misma lógica que fundamenta el blindaje político dentro de los partidos. Nadie tiene porqué saber que tenemos ideas contrapuestas; nadie tiene por qué saber que discutimos, debatimos y a veces no llegamos a acuerdos. Nadie tiene por qué saber que los órganos del partido a veces no hacen bien su trabajo, y los militantes tenemos que tragarnos su incompetencia y su esclerosis sin más réplica que el voto. Nadie tiene por qué saber que existe un modelo de organización interna que impide que la militancia pueda ejercer su autonomía de opinión y acción más allá de la agenda que impone Ferraz. Nadie tiene por qué saber que más que democracia interna, el PSOE practica un despotismo ilustrado, sordo con las demandas de su militancia. Nadie tiene por qué saber que existen muchos militantes que están hartos de esta situación y desean con vehemencia y determinación ser escuchados y que se les deje hacer y deshacer con libertad, trabajar por su partido desde abajo, desde la calle, al lado de las demandas reales de la ciudadanía, y no al amparo del calendario electoralista del aparato. Nadie tiene por qué saber esto y más cosas, pero debiera. Debiera ejercerse en el PSOE, con honestidad y espíritu constructivo, una sana autocrítica, desmaquillada, sin liftings mediáticos. Debiera devolverse al ciudadano su poder real de construir proyectos políticos. Un partido político está formado por ciudadanos preocupados por su ciudad, y que tienen (o debieran tener) ideas efectivas de progreso. Un partido político se debe antes a la ciudadanía que al aparato nuclear que sustenta su engranaje interno. Igualmente, un militante se debe antes a tu propia conciencia, al libre ejercicio de su pensamiento, que a los dictados de los órganos del partido. Y esta convicción no es incompatible con los valores que sustentan la ideología socialista. Al contrario, Pablo Iglesias soñó con un partido fundamentado en las demandas reales del trabajador, y no en los juegos de rol de un puñado de diletantes.Los órganos institucionales del PSOE se alimentan a día de hoy de un discurso prefabricado, elaborado en los soportales de palacio, y no en las sedes locales. Al igual que nuestra democracia corre el peligro de convertirse en un mero sistema de representación, sin tejido social que lo alimente y dé sentido, el PSOE también se precipita hacia un modelo de participación, organización interna y toma de decisiones verticalistas, ajenos a los discursos plurales que protagonizan cada día sus bases. Solo el trabajo en equipo en las sedes, con ciudadanos, militantes y simpatizantes reunidos en mesas de opinión y acción política, ancladas en la realidad de cada barrio y cada familia, puede hacer que este partido posea un proyecto creíble y con voluntad de futuro. Lo demás es ruido, mucho ruido.Ramón Besonías Román* El texto en cursiva es un añadido del que escribe.