Por Rodrigo Ahumada | Publicado el 08/03/19
Hace más de cuatrocientos años William Shakespeare removió las aguas con una tragicomedia que hasta el día de hoy sacude el interior de cualquier ser humano. Esta vez el agua está en otro estanque, en otro escenario, en otro contexto. De la mano de Chela de Ferrari, la obra del inglés nos conduce a una reflexión necesaria en nuestra coyuntura social, política y personal.
Ingreso al teatro y el ruido me invade: conversaciones, risas, mucha agitación. Es la tercera reposición en Lima. Se ha presentado también en Chile, Brasil y Ecuador. La ansiedad se deja sentir en el ambiente. Frente a nosotros el escenario rompe la cuarta pared. Hay butacas sobre las tablas y un gran espejo en el fondo. En el reflejo veo al público de la platea en el escenario, es todo un círculo que engloba la atmósfera de la puesta en escena. Hay que mencionar que en el teatro isabelino, en el siglo XVI, las mujeres no podían actuar y eran los hombres quienes interpretaban ambos roles. Otro punto a resaltar es que esta propuesta teatral era un ecosistema en donde habitaban actores y público. Es decir, los actores se daban la licencia de dialogar con la audiencia, además de que el público, como vemos ahora, podía observar desde distintos ángulos la obra y compartir la misma iluminación.
Degustar un delicioso manjar
Vestidos de época colgados, luces de velada romántica, bancas y utilería a la vista. La producción camina por detrás y por delante del escenario como en su casa. Un vestido blanco flota sobre la platea como una paloma estancada en su vuelo. Instrumentos de música esperan pacientes la llegada de los cuerpos que les den vida. Esta es la composición que nos introduce a una obra (o un gran ensayo) que nos enfrentará con nuestra concepción del amor.
(El príncipe de Aragon, don Pedro, que viene acompañado de su hermano, el joven conde Claudio y el fiel Benedicto, llegan a casa de Leonato, gobernador de Messina, padre de Hero y tío de Beatriz. El ambiente dentro de este hogar se cargará de emociones y giros dramáticos que nos mostrarán todo lo que ocultan las máscaras de los personajes que transitan la obra.)
La fiesta empieza. Los isabelinos, la banda compuesta por algunos de los actores, entonan un tema familiar para la mayoría. Todos mueven al menos una parte del cuerpo. Vemos al resto del elenco asomarse en el escenario por distintos flancos. Al terminar la canción empieza el drama en clave de humor. No puedo dejar de mencionar el gesto que Pietro Sibille hace al caminar hacia el centro: se frota las manos como si fuera a degustar un delicioso manjar. Será que el teatro es eso: un alimento para el espíritu. Es el cuerpo y espíritu de los actores, como intermediarios del libreto, que nos permiten sentir emociones tan intensas y contradictorias.
Le digo a mi hermana, que está a mi costado, que quisiera usar falda. Me mira con esos ojos de alguien que te conoce toda una vida y me dice: “pues ponte una”. Debe ser mucho más fresco caminar en falda que en short o pantalón, más ahora en pleno verano.Pues en Mucho ruido por nada, catorce hombres actúan la comedia (trágica) como si fuera la época del dramaturgo pero esta vez no usan maquillaje y se ponen los vestidos sobre su ropa de diario. Eso sí: sin caricaturizar a la mujer y con mucho respeto. Pero la intención de la directora no es solo hacer el montaje a la vieja usanza. No. La maravilla de ver a un grupo de hombres adultos en vestidos de mujer nos confronta con ese cuestionamiento de género que a muchos les cuesta aceptar. Para entrar en la obra uno tiene que estar libre de prejuicios (¿será eso posible?). Porque el amor que envuelve el texto fue escrito hace cientos de años.
Hoy, ¿cómo podemos comprender ese amor? Ya no quiero usar esa palabra, me gustaría inventar otra, una que represente ese “algo” al ver a la persona que nos dispara balas de ternura y compromiso calibre 44.
El ruido esconde un mensaje
El título original es Much Ado About Nothing, que en su traducción al español es Mucho ruido por nada, aunque la obra es conocida por Mucho ruido y pocas nueces. Una frase bastante popular usada hasta ahora. Pero se aplica de otra manera en este montaje y es que se apuesta por darle un giro a la historia. Este recurso hará que el ruido, sí tenga un sentido, un resultado concreto y positivo para quien lo admita. Porque siempre habrán aquellos que no estén de acuerdo con los resultados.
El montaje nos guía por una historia que nos genera empatía por ciertos momentos, rechazo por otros. No rechazo a la obra, hablo del rechazo que generan ciertas personalidades. En este vaivén nos mantenemos alertas al desarrollo del drama en el que Hero (Sergio Gjurinovic) está en medio de un romance movido por las intenciones de su padre Leonato (Ricardo Velásquez) y el príncipe Don Pedro (Javier Valdés), a favor de los sentimientos del Conde Claudio (Rómulo Asereto). Recordemos que no hace tantos años (¿y hasta ahora?) los vínculos maritales eran contratos ya establecidos por las familias. La mujer pasaba de ser sometida por el padre, a ser sometida por el esposo. Ambos representantes del patriarcado.
Pero detrás de este velo amoroso surge otro. El que nos cuenta la relación entre Beatriz, interpretada por Paul Vega, y Benedicto, en el cuerpo de Pietro Sibille, dos personajes que se detestan. Como todos los opuestos que se atraen, lo que surgirá de estos dos sacos de huesos resonará en el escenario.
¿Cuántas emociones caben en un ser humano?
Como dice Patti Smith: “La palabra es y ha sido el arma más hermosa del mundo”. El arma que hasta el día de hoy hace un dulce daño son los versos del inglés más reconocido del planeta. Como una astilla en nuestro pensamiento, van punzando, uno a uno los diálogos que tejen la obra. Vemos un cuerpo enamorado, un cuerpo de papel, un cuerpo complacido, un cuerpo galante, un cuerpo tierno y transparente. También vemos un cuerpo secreto, un cuerpo colérico, un cuerpo celoso, un cuerpo violento, un cuerpo dividido y sucio. En total: cuerpos mutilados por emociones, controlados por sentimientos que como hilos mueven a las marionetas y sus rostros desfasados.
Pareciera que sentir emociones muy intensas es incompatible con poder percibir o tener una noción del tiempo y de nuestras acciones. El amor puede ser un delicioso e irresponsable paraíso, como los celos y la ira un nebuloso infierno. La cuestión es que todo esto pasa dentro de los márgenes del cuerpo, solo es a través de la palabra y la expresión corporal que damos a conocer lo que agita nuestro interior. Ante nosotros vemos la radiografía de la complejidad de ser humano. Más allá de la trama misma, vemos un cuadro apasionante del proceso que viven los protagonistas en disputa con su propia personalidad y su conciencia.
Percibo un grito de advertencia contra nosotros mismos. Un grito que nos abre los ojos a todos los seres que, desconociendo el origen de nuestras más íntimas motivaciones, nos vemos envueltos en nuestras propias atrocidades o bondades.
El amor después del amor
Esta obra me deja un sabor agridulce. Converso con mi hermana, que la ha visto por primera vez, está llena de vida y emoción. Ella no refuta nada, se dejó seducir por los encantos del teatro. Por el contrario, yo me quedo repasando ciertos momentos, aquellos gestos y sentencias que va disparando la obra. Sigue siendo Shakespeare, pero ya no es su tiempo, ni su contexto. Hoy la vida es otra, los ritmos han cambiado. El amor ya no es el mismo y tampoco aceptado como disfraz de la represión. El logro de esta puesta radica en su insatisfacción con el final de la versión original. Pero el resto de la obra sigue siendo una máscara que esconde varias verdades.
Ese sabor agridulce me hace preguntarme: ¿Dejaremos caer en algún momento todas las máscaras? ¿Será posible eso? No lo sé. Solo cargo conmigo este gusto de saberme humano e incapaz de comprenderme en ciertos momentos. En el camino a casa escuchamos el Artaud del Flaco Spinetta y otra brisa de ternura nos conduce a nuestro destino.
+INFO: MUCHO RUIDO POR NADA 2020