Revista Literatura
Siempre me ha provocado una profunda desolación ese entrenador de fútbol que despiden a mitad de temporada. Y es que imagino estampas muy similares a esas que nos ofrecen las películas realistas alemanas de los sesenta y setenta. Directores con apellidos impronunciables. Todo muy frío y áspero, el escenario perfecto para que la soledad represente su gran actuación. Amplios salones vacíos, cajas de cartón esparcidas por el suelo, dormitorios sin fotografías en las mesitas de noche, despertadores sin hora establecida, frigoríficos huérfanos, apenas un par de latas de cervezas y un paquete de salchichas caducadas. Paredes en las que podemos descubrir los cuadros que ya no están. Las marcas de la puerta, representando las medidas de Ana o Jaime con dos, tres y cuatro años. Una gota que cae lastimosa y repetidamente del grifo del lavabo. Al fondo del pasillo, el teléfono suena, sugerentes ofertas aguardan, pero nadie responde. Puede que por estas imágenes comprenda a los entrenadores que deciden alojarse en un hotel, que viajan solos en cada nueva aventura, sin la compañía de los suyos, de la familia, del hogar. Cuesta muchos años y esfuerzo construir tu propio hogar. Que las habitaciones desprendan un olor que no nos sorprenda, que las estanterías se amolden a nuestro desorden, que la luz sea amable, que los pomos de las puertas respeten nuestros movimientos, que los suelos dejen de gemir. Cuesta mucho convertir un espacio neutro en un espacio propio, íntimo. Tu espacio. Puede que por eso muchos entrenadores son proclives a establecer su hogar en un punto concreto, al que siempre tienen la oportunidad de regresar, cuando el delantero de turno le amarga la existencia por ineficacia propia o eficacia rival, es lo mismo. Abandonar una habitación, aunque haya sido tu habitación durante varios meses, no es lo mismo que abandonar tu hogar y empezar de nuevo.Podemos buscarle los beneficios y virtudes a la mudanza, que las tiene, sí, las tiene, pero la amargura que nos regala las supera muy ampliamente. No conozco a nadie que le gusten las mudanzas, del mismo modo que no conozco a nadie que le guste despedirse de su familia, de sus amigos, de los seres queridos. La emoción de lo desconocido, de lo que vendrá, que puede que sea mejor, nadie lo duda, no es la tirita capaz de cerrar la herida. Porque la mudanza tiene mucho de herida, sí, de perdida, de tiempo y recuerdos que se van. No es bueno vivir de recuerdos, nos cuentan, y repetimos en voz alta, disciplinados, pero muchos de ellos nos gustarían que siguieran formando parte del presente. Y aunque los recuerdos forman parte del mundo de lo abstracto, nosotros los asociamos a espacios tangibles, concretos. Ese cajón en el que... sigue leyendo en El Día de Córdoba