Revista Opinión

Muera el día en que nací

Por Campblog
Muera el día en que nací
Hay muchos jóvenes que piensan en la posibilidad del suicidio, de quitarse la vida, y piensan que ya no vale la pena seguir viviendo. Recuerda eso que te lastima tanto, ese momento, esa persona, esa situación, esa partida, esa perdida, recuerda una vez más eso que te hace querer quitarte la vida. Las adicciones, la soledad, el sufrimiento y la desesperación suelen llevar a los jóvenes a tomar esta decisión. Sólo una mirada trascendente es capaz de encontrar el sentido aún en medio de las graves dificultades de la vida. 
En el libro de Job capítulo 3 del 3 al 5 y en el capítulo 6 del 2 al 13 encontraremos esto que dice: Muera el día en que nací,  que se vuelva tinieblas, tinieblas. Porque no morí cuando salí del vientre, ahora tranquila dormiría en paz. Lo que más temía eso me sucede,  vivo sin paz, sin descanso. Si se pudiera pesar mi aflicción,  sería más pesada que la arena,  ojala se cumpla lo que pido,  que Dios se digne quitarme la vida. Que fuerzas me quedan para resistir, qué futuro hay para tener paciencia,  ya no encuentro apoyo en los que amo, muera el día en que nací. Cuando apartaras de mí tu vista,  si he pecado que te hecho a ti,  centinela del hombre.
Somos tan frágiles que tenemos necesidad de consolación. A todos nos llega el ser sacudidos. Esto puede llevar incluso a estremecer la fe y que se apague la esperanza. Hay una pena que marca particularmente: la muerte de alguien cercano, de alguien que necesitamos para caminar sobre la tierra. 
La persona herida encuentra alivio cuando tiene la oportunidad de contar y compartir lo que lleva en su interior. Escuchar significa ofrecer acogida a las vivencias del otro, dar espacio a su individualidad e historia personal. El arte de escuchar es difícil: solemos ser más dados a juzgar las actitudes y estados de ánimo de los demás, que a aceptarles y ofrecerles hospitalidad; tendemos a minimizar sus preocupaciones y a proponerles soluciones que no pueden hacer suyas, a impacientarnos con ellos o culpabilizarles.
No es fácil escuchar. Se requiere sensibilidad, capacidad para sintonizar, saber leer lo que el otro nos dice con su palabras y, sobre todo, con sus silencios, sus gestos, su mirada... Escuchar es un arte. Hay que aprenderlo y adiestrarse en él. Saber escuchar exige ponerse en lugar del que sufre, acoger su historia personal, percibir el impacto que el sufrimiento tiene en cada persona, saber implicarse pero sin caer en el pozo del sufrimiento, mantener la justa distancia que permite seguir siendo uno mismo, conservar la autonomía y la claridad para poder ayudar.
Las lágrimas tienen mil significados. Las hay de emoción, de alegría, de gozo, de ternura, pero también de rabia, de lamentación, de desesperación, de amargura, de arrepentimiento, de tristeza. A nosotros nos toca acogerlas en silencio, respetarlas y tratar de descubrir lo que expresan y lo hay tras ellas.
La palabra que sale del corazón y habla al corazón del que sufre tiene un gran poder: conforta, consuela, anima, guía y orienta, da vida ye esperanza. Es palabra que se guarda, se agradece y jamás se olvida. “En mi corazón escondo tu palabra…Nunca olvidaré tus palabras. ¡Tu palabra me devuelve la vida! ¡Cuán suave es a mi gusto tu palabra! Es más que miel para mi boca. Una lámpara sobre mis pasos es tu palabra y una luz en mi camino.” (Sal 119)
Nadie puede conocer o saber si el suicidio hace que la persona se vaya al infierno. Además que la Iglesia no enseña eso, la misericordia de Dios es muy grande. El suicidio es como una huida, una renuncia y un miedo a enfrentar una realidad dolorosa, pero San Pablo nos dice en la carta a los Romanos que: «Nadie vive ya para sí, ni nada muere ya para sí. Porque vivir es vivir para el Señor; por lo cual Cristo murió y resucito. Así que, en vida o muerte, somos del Señor» (Rm 14, 7-8).Muera el día en que nací

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