Pero a él le gustaba que se le llamara obispo de los olvidados.
Amenazado de muerte por los terratenientes que explotaban a los campesinos dormía con la puerta de su casa abierta. Su dormitorio era minúsculo, con dos catres, uno libre para que si alguien sin techo pasaba y no tenía donde dormir pudiera quedarse.
Una vez acudió en autobús a Brasilia para una reunión de la Conferencia Episcopal. Tardó una eternidad en llegar y los obispos le preguntaron para qué perder todo aquel tiempo. Casaldáliga les respondió: "Perdí el mismo tiempo que mis campesinos pierden para venir a vender un saco de maíz".
Su coherencia de obispo despojado de bienes materiales hasta el final, su mirada profunda, su sencillez natural, su preocupación y su lucha constante por los olvidados de la tierra, por todos los que sufrían persecución, por los sin nombre y sin esperanza era lo que conquistaba a cuantos pasaban a su lado.
Al final de la vida me dirán:
¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres
Pedro Casaldáliga