Me ha costado acabar este libro de Céline. No sé si recomendarlo o no.
No recomendaría su lectura de principio a fin, de cabo a rabo. Agota, supera al lector, lo hastía a ratos, lo impacienta. En algunos fragmentos, con tantas interjecciones y puntos suspensivos y tacos e idas de olla, no sabe uno muy bien qué le está contando el autor. Le deja claro que Céline ya lo había expresado casi todo en esa obra maestra: Viaje al fin de la noche.
Sí recomendaría leer pasajes al azar, abrirlo aquí o allá para empaparse de algún fragmento. Porque la escritura bronca, salvaje, sin afeites, al grano, que ofrece Céline es una gozada. Es inmenso su dominio del idioma, de la jerga callejera, del exabrupto. Céline escribía en plata, por así decirlo. Llamaba a las cosas por su nombre. Y su furia como domador del lenguaje es fabulosa. Algunos pasajes asombran y son como latigazos. Céline te motiva, te despierta, te arranca de la cama o del sofá como si te estuviera mordiendo en las entrañas.
Con este libro, Carlos Manzano (el traductor) se afianza en su condición de héroe: ha sabido transmitir la riqueza y la música del lenguaje brutal de Céline. El prólogo, además, es de Constantino Bértolo. Insisto: que cada lector decida por sí mismo. Y lo repito: recomendaría leer pasajes al azar, o cogerlo de vez en cuando, para no cansarse. La narración arranca así:
Aquí estamos solos otra vez. Es todo tan lento, tan pesado, tan triste… Pronto seré viejo. Y por fin se habrá acabado. Ha venido tanta gente a mi habitación. Han hablado. No me han dicho gran cosa. Se han ido. Se han vuelto viejos, miserables y lentos, cada cual en un rincón del mundo.
[Traducción de Carlos Manzano]