Jehová legislaba la violencia religiosa en la Torá, los cinco libros iniciales de la Tanaj, el Viejo Testamento, pero los judíos la abandonaron y Jesús la rechazó en su Sermón de la Montaña.
Mahoma, que hizo una síntesis deformando esas creencias con intuiciones propias, readaptadas al nomadismo y al machismo arábigos, dictó sus revelaciones en el Corán, texto que se convirtió en palabra textual de Alá, sin posible interpretación racionalista.
La doctrina se complementó para formar la ley islámica, la sharia, con los hadizes, dichos dogmáticos del profeta, como el antiapóstatas: “A aquel que abandona nuestra religión, matadlo”.
Este hadiz y otros similares explican por qué alrededor del 70 por ciento de los musulmanes de todo el mundo, incluidos los residentes en occidente, aprueban la pena de muerte para los apóstatas, con máximos del 84 por ciento en Egipto y mínimos del 30 en Indonesia, según el acreditado Pew Research Center.
Esas masas reaccionan con alegría ante las masacres de los islamistas más sádicos, como los talibanes, sunitas adormecidos desde la caída del Califato otomano, en 1922, hasta la revolución chiita iraní de 1979, que reinició las guerras santas.
El problema, incluso para los musulmanes moderados, surge con los hadizes que afirman que Alá hizo al Adán musulmán, pero que muchos de sus descendientes lo abandonaron, es decir, apostataron.
Por lo que los fanáticos de cualquier secta, chiíta, sunita, o de las casi un centenar existentes, justifican la muerte, según el hadiz, de los que han traicionado al islam.
Los 135 niños paquistaníes asesinados este martes en una escuela, las víctimas de las innumerables guerras y atentados en todo el mundo, nosotros mismos, somos apóstatas. Merecemos morir.
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SALAS