Si queremos hablar de esta obra, la más conocida del Nobel recién fallecido Dario Fo, no podemos obviar que es hija de su tiempo, de uno de los periodos más difíciles de la historia italiana contemporánea, cuando el auge de movimientos izquierdistas radicales provocó una reacción por parte de un Estado que da cobertura a campañas terroristas de elementos de tendencia fascista, para endosar dichos atentados a la izquierda, o al menos así lo aseguraron intelectuales como Pasolini. Ni siquiera hoy se puede escribir una historia objetiva de los años de plomo en Italia, aunque la aportación de Fo fue contundente: un alegato que parte de un hecho real, ocurrido en Nueva York en 1921, cuando un anarquista fue arrojado por la ventana de una comisaría. El mismo autor apuntaba en una entrevista de 1990 que su forma de escribir teatro se remonta a los mismísimos orígenes de este género literario:
"Creo que en todo el teatro, el que ha llegado hasta nosotros, ha habido siempre un discurso político y social, tendente a estimular el interés, la participación, la solidaridad... o la indignación. En resumen, tomaba postura, colocándose a menudo como acusación contra ciertos modelos o actitudes de la sociedad, desde el teatro griego al teatro más cercano a nosotros."
Fo es el maestro del teatro bufo, aquel que trata los temas más importantes desde una mirada burlesca, representada aquí por el protagonista, un loco que adopta varios papeles (a través de los disfraces más grotescos), con el exclusivo propósito de mofarse de la autoridad, para que sus representantes aparezcan al desnudo, como tontos e incompententes. ¿Quien es más loco, el propio loco o el que es engañado por el loco? Sigue hablando el propio Fo:
"(...) Pero la clave de la historia se sitúa en una situación de diversión, porque para provocar el juego cómico, además de satírico, elegimos el personaje de un loco, un maníaco de los disfraces que, mediante la lógica de la paradoja más enloquecida, trata de destruir la lógica de los "mentalmente sanos". Y así ocurre que los auténticos locos resultan ser "normales". ¡Locos y criminales, además! Este juego de lo grotesco, de la paradoja, de la locura se sostendría perfectamente incluso sin el discurso político."A pesar de su inmensa fama, Muerte accidental de un anarquista no es un obra redonda, porque va demasiado obviamente a su objetivo de ridiculizar a la autoridad, a través de un humor de trazo grueso al que le falta algo de ironía, de caminos más sinuosos para llegar a la razón y el corazón del espectador. El protagonista es demasiado omnipotente y los representantes de la autoridad demasiado estúpidos. La lección final sí que aparece de manera cristalina: que nada es más absurdo que lo que pretende ser solemne, que de lo sublime a lo ridículo solo hay un paso.