No sé quién coño dijo-y, como siempre, no voy a perder ni un sólo minuto yendo al Google para averiguarlo-aquello de que el sentido común es el menos común de los sentidos.
Y se me ha ocurrido esto pensando que todo esto que está sucediendo es, y era, ya tan evidente hace un montón de tiempo que no comprendo cómo aquella diatriba que yo escribí por aquí contra el 15M y la DRY cuando todo ello sucedía, no la pensó e incluso la escribió más que un tipo tan loco como yo.
Porque sí, muy bien, aquello lo montaron, sobre todo, unos hijos de papá que, más o menos, lo tenían todo resuelto, entendiendo por todo lo que es absolutamente imprescindible.
Yo, entonces, volví a vivir aquellos tiempos universitarios míos, tan difíciles en los que no tenía nada absolutamente que no fuera puta miseria y hambre porque era hijo de un tío al que el fiscal de un consejo de guerra le pidió ni más ni menos que pena de muerte por dirigir una adaptación de El idiota de Dostoiewski en un teatro a beneficio del Socorro Rojo Internacional, algo así como la Cruz Roja, sólo que montado por la URSS en plena guerra civil española.
Un universitario puede estar muriéndose de hambre y, sin embargo, puede también tener el alma llena de esperanza, es por eso que yo entonces todavía no era el insuperable revolucionario que ahora soy y consideraba que lo más importante del mundo era meterle mano a mi vecina Amelia.
Algo parecido les sucedía a aquella alegre muchachada de Sol y tantas otras plazas de España que consideraba mucho más importante comer y beber en las bocas de sus compañeros que pensar realmente hasta el fondo qué es lo que se estaban jugando políticamente en ese momento.
Y lo era todo, se lo estaban jugando todo y no lo sabían o hacían como que no lo sabían porque para ellos era mucho más importante meterle mano a su pareja mientras filosofaban sobre el porvenir político de su propio país que se estaba allí, ventilando, en sus propias narices.
Y así era muy difícil que estos alegres compadres de Windsor acertaran a plantearse siquiera que era en realidad lo que estaban haciendo.
Y los resultados fueron los que tenían que ser.
Se jugó una partida de “pichones” contra tahures del Missisipi según la acertadísima expresión de Alfonso Guerra, bajo la complaciente mirada de ese aprendiz de Fouché, que ahora mismo ha tenido que abandonar la política con su pelado rabo entre las piernas.
Porque una vez más, los tramposos más hábiles plantearon la jugada como auténticos maestros frente a los eternos aprendices de brujos que creyeron, en política nadie se pude permitir el lujo de ser confiado, que la realidad impondría toda su áspera fuerza en un conflicto que estaba totalmente explicitado:
-Si la izquierda confiaba en que en un país de mentecatos-mentecaptos-absolutamente descerebrados la realidad se iba a imponer por sí sola, automáticamente, haciendo ver a los electores que no se podía de ninguna manera permitir que ganaran las elecciones aquellos tíos cínicos y canallescos que habían llevado a la sociedad universal a ese callejón sin salida en el que todavía estamos, es que no merecía otra cosa que lo que le ocurrió: la mayor debacle electoral de todos los tiempos.
Con una consecuencia terrible que algunos, muy pocos, no nos cansamos de anunciar: si la ultraderecha ganaba haría lo necesario, modificaría la legislación de tal manera que fuera imposible que las izquierdas volvieran a ganar nunca en este desdichado país.
Nos desgañitamos gritandolo por todas las esquinas y por todas las plazas, pero no conseguimos interrumpir aquellas largas noches de vino y de rosas, lo único que logramos es que nuestro blog fuera visitado por 3370 lectores.
Muerte, ¿dónde está tu victoria?