—¡Qué mosca le habrá picado a este!
Se acercó a su coche a buen paso. Miguel tenía una gran virtud: la puntualidad. Y un defecto: tratar de imponérsela al resto de la humanidad a base de sermones. Y hoy Marc no tenía ganas de aguantar sermones.
Cuando llegó a la altura de su vehículo, comprobó que este se inclinaba ligeramente hacia el lado del conductor. Bordeó el coche por la parte trasera y pudo ver que su rueda delantera derecha estaba pinchada, con la llanta apoyada en el asfalto. Adiós prisa y bienvenido sermón, pensó en ese momento. Aunque también pensó que estas cosas siempre conviene tomárselas con filosofía.
Abrió el coche con el mando y, desde dentro, accionó la palanca de apertura del maletero, dejando su cazadora en el asiento trasero. En pocos segundos, sacó la rueda de repuesto, que apoyó contra el vehículo, y el elevador, que dejó en el suelo, justo al lado de la rueda pinchada. Luego, se subió ligeramente las mangas de la camiseta, se agachó al lado de la rueda pinchada y aflojó los tornillos que la sujetaban. En cuanto lo había hecho, agarró el elevador, que colocó en el lugar del chasis destinado a tal efecto, y se dispuso a dar vueltas a la manivela, comenzando el vehículo a elevarse de manera inmediata.
—No está pinchada —oyó a su espalda.
Marc se detuvo. Allí, hablándole a su lado, seria, de pie, con su irresistible aspecto de intelectual, estaba la enigmática mujer con la que había pretendido tontear en la cafetería hacía apenas unos minutos. Su imagen, menuda dentro del local, parecía ahora mucho más grande al estar él agachado. Por un momento, se alegró de tener que cambiar aquella rueda.
—¡Vaya! ¿Y tú cómo lo sabes? —le preguntó el chico con una sonrisa en la cara.
—Cuando salí de la cafetería, iba a entrar en la oficina de Correos, pero escuché un ruido, me acerqué y vi a un hombre deshinchando la rueda. Esa precisamente —afirmó señalando la que Marc estaba a punto de cambiar—. En cuanto me vio, el hombre salió corriendo.
—Toda una heroína.
—No, no —le corrigió convencida la mujer—. De serlo, lo habría retenido. Pero para eso, necesitaría disponer de tu fuerza, y creo que no la tengo —dijo mientras miraba los bíceps de Marc.
—Bueno, al menos, tu presencia ha servido para que no siguiera causando destrozos. Te lo agradezco de verdad.
—No tiene importancia, lo hubiese hecho por cualquiera. Es más, no sabía que este coche fuese tuyo.
—Pues sí, sí lo es. Ya ves, qué casualidad.
—Bueno, está claro que ni tu coche ni tú lográis pasar desapercibidos.
Marc no supo cómo tomarse aquella afirmación, pero quiso comprobarlo de inmediato, ahondando en el tema.
—Seguramente te parezco un bicho raro, y no conozcas a muchos chicos como yo. Pero he de decirte que a mí me gustan los coches, los gimnasios y... las mujeres —quiso recalcar la última palabra haciendo una pequeña pausa antes de pronunciarla—. Y no necesariamente por ese orden —concluyó.
—Pues a mí me gustan la literatura, las motos y los hombres —replicó la mujer de inmediato—. No sé qué imagen te habrás hecho de mí, pero no creo que seamos tan diferentes —añadió en un tono insinuante.
La cara de Marc adquirió de repente un tono de satisfacción. Una satisfacción que aquella mujer no pensaba dejar de alimentar:
—Apuesto a que podríamos compartir muchas cosas los dos juntos y divertirnos extraordinariamente haciéndolas —prosiguió su exposición—. Pero para ello, creo que es del todo imprescindible que antes cambies de una vez esa rueda.
El gimnasio puede esperar. Miguel y sus rollos mentales, más aún, pensó Marc en aquel instante. Tensó sus entrenados músculos y se puso de nuevo manos a la obra, accionando la manivela del elevador con un extraordinario brío. La mujer permanecía impertérrita a su lado, mirándolo con una mezcla de curiosidad e ingenuidad que le confería un aspecto intrigante y sensual a la vez.
—Me has dicho que te gustaban las motos, pero si me lo permites, te diré que un coche siempre es un coche —comentó Marc al tiempo que el coche se elevaba—. Y más, si es como este. Ya no se fabrican coches así: doscientos caballos, turbo alimentado, tracción integral, de cero a cien en menos de siete segundos. Una máquina —concluyó dándole unas cariñosas palmadas en el capó—. Y lo más importante ahora mismo: con una rueda de repuesto de verdad, no las ridículas galletas que tienen ahora los coches de última generación.
La mujer no parecía muy interesada en todos los datos que iba desgranando el chico, pero aun así, sabía cómo no resultar descortés:
—Apuesto a que es muy pesado y estable.
—Sí es estable. Y pesado, mil quinientos kilos recién salido de fábrica —ese dato también lo conocía el chico—. Algunos más, con los extras que le he puesto —añadió señalando el alerón.
—Es increíble como un artilugio tan pequeño es capaz de aguantar el peso del coche por sí solo —comentó la mujer mirando al elevador, sonriendo por vez primera en toda la mañana—.
—Claro que lo aguanta —respondió Marc—. Es de una aleación muy resistente.
Una vez que había subido el elevador hasta la mitad, el coche quedó en equilibrio y la rueda deshinchada totalmente en el aire. Acabó de extraer los tornillos y la rueda, quedando la llanta que la sujeta al descubierto. La mujer se agachó un momento:
—¿Y un coche como este es normal que suelte líquidos por debajo? —preguntó sin evitar acompañarse de un tono ligeramente burlón.
En contraposición, Marc se puso serio al oírla.
—No, claro que no.
Se agachó del mismo modo que acababa de hacer la mujer y, efectivamente, comprobó que había un gran charco debajo de su coche.
—Lo acabo de revisar. Es imposible que tenga una avería —dijo levantándose.
—En este mundo, no hay nada imposible.
El chico volvió a agacharse al lado del coche, en paralelo a él, apartó las dos ruedas para facilitar su visión e intentó averiguar de dónde podía proceder la pérdida de aquel líquido.
—Quizá el tipo que te deshinchó la rueda pudo haber tenido tiempo también de provocar alguna avería —quiso aportar la mujer.
—No creo, no es fácil llegar a la parte inferior de este coche desde fuera. Sobre todo, porque tiene la suspensión rebajada y apenas cabe el brazo de un hombre debajo de él. Claro que tampoco yo logro ver el origen de la fuga.
—Quizá si lo subes un poco más... —le dijo señalando el elevador.
A Marc le pareció buena idea. Echó mano a la manivela y en pocos segundos la llevó al tope. El coche se levantó extraordinariamente de aquel lado. El chico no dijo nada. En cuanto acabó, se tiró de espaldas en el suelo en perpendicular al automóvil y se deslizó ligeramente hacia debajo, como haría un mecánico experto. Seguramente no podría evitar llamar a una grúa, pero no estaba dispuesto a que aquella fuga le arruinase el plan sin saber al menos de dónde procedía.
—¿Ves algo? —preguntó la mujer.
—No. Qué raro, el coche está seco, no tiene fugas.
—Fíjate bien. No me gustaría subir a él y quedarme tirada sabe Dios en qué lugar.
Se oyó una pequeña risa debajo del vehículo:
—Ah, pero ¿ya has pensado en subirte conmigo? —dijo Marc, sin salir aún al exterior—. Es curioso, estamos haciendo planes íntimos y aún no sé ni cómo te llamas.
La mujer permaneció callada. El chico no quiso insistir en lo que él se había tomado como una prometedora metedura de pata. Y averiguar el nombre de la chica no era algo que le quitara el sueño en aquel momento.
Una vez que había comprobado que no existía avería alguna, Marc dio por terminada su inspección mecánica. Se movió ligeramente debajo del vehículo y apoyó las manos en el suelo para salir hacia afuera, intentando ver a la mujer. Cuando lo consiguió, aún sin salir del todo, se percató de que la mujer tenía agarrada la manivela del elevador. Con las dos manos, firmemente.
—¿Qué haces? —preguntó.
La mujer siguió en silencio. Simplemente tiró con decisión hacia afuera, provocando que el elevador saliera de su posición bruscamente. El automóvil que ya no se fabrica, el Opel Calibra Turbo de más de tonelada y media, cayó de golpe sobre la cabeza de Marc. La llanta no llegó a tocar el suelo. En su defecto, se oyó un sonido corto, hueco, como si una fruta madura hubiera caído al suelo y se abriese vencida por su propio peso. Nada escandaloso, nada que hiciera sospechar lo que allí había pasado, a excepción del pequeño chorro de sangre que salió despedido de debajo del coche.
—Emma, me llamo Emma. Aunque imagino que nunca te has preocupado por averiguarlo —dijo con cierta desazón.
Después, se apoyó en el techo del coche y miró a un lado y a otro de la calle, inmóvil. Tres personas en la acera, acercándose, aunque a considerable distancia. Unos cuantos coches a su espalda pasaban a gran velocidad en la avenida contigua. Observó durante unos segundos este entorno: ningún automóvil se detuvo, nadie en la acera alteró el paso. Mejor así, pensó. Hubiese sido embarazoso convencer a la familia de Marc de que ella era su pareja. Embarazoso y poco creíble. Y, sobre todo, esa versión requería gritar en aquel momento. Pero no era el caso. Así que se mantuvo en silencio, sacó una pelota de golf del bolso y la dejó en el parabrisas, cuidando de que se mantuviese en equilibrio. Una vez que había acabado, restregó la suela de sus zapatos contra el alquitrán de la calle, para no dejar pisadas de sangre al caminar, y volvió a mirar hacia la acera. Las tres personas se acercaban peligrosamente, a buen paso.
Emma no aparentó tener prisa. Se volvió a atusar el pelo, esta vez sin coquetería, se sacó las gafas, que guardó en el bolso, y se fue andando por la acera, hacia el lado que estaba libre de peatones. Pronto alguien encontraría el cadáver, pero ella ya estaría lejos. Lo suficiente para no levantar sospechas.
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