Revista Cultura y Ocio

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. QUINCE (I)

Publicado el 17 septiembre 2013 por Rmartinezguzman @RMartinezGuzman
MIÉRCOLES SANTOCapítulo Quince (I)Antón había bajado a comer algo y Eva, sola en su despacho, miró el reloj: poco más de las once. Ese momento de la mañana en la que nunca se sabe si debemos fijarnos en las horas que han pasado desde el desayuno, o en las que todavía nos quedan para llegar al mediodía. De todos modos, ella todavía no había desayunado. Cuando iba a hacerlo, recibió un fax de Vigo indicándole que, de momento, continuaban con las averiguaciones, y que esperaban poder enviarle el resultado a lo largo del día. El hecho de que la investigación se dilatara podía ser preludio de buenas noticias.
A primera hora del día, había recibido el informe del departamento de huellas sobre la pelota encontrada en la trituradora de Sebas. Curiosamente, habían encontrado unas diez huellas, todas de la misma persona, cuatro de ellas muy claras. El problema: ya las había cotejado en todos los ficheros policiales y la persona a la que pertenecían no estaba fichada. El hilo de esperanza se quedaba en nada, pero también confirmaba una de sus sospechas: la asesina actuaba como una sicario, pero era una persona aparentemente normal, sin antecedentes policiales. Más difícil de detener si cabe. Un delincuente habitual, por lo general, actúa siguiendo unos patrones bastantes definidos. Una persona anónima, no.
Eva pensó que quizá podrían comparar las huellas de la pelota con las que por fuerza tenía que haber en el piso de Aurora. Por un momento tuvo la impresión de estar empezando a valorar como acertadas medidas que, en cualquier otro caso, consideraría desesperadas. De todos modos, cuando llegase el informe de Vigo, decidiría.
Antón no tardó en subir. Llegó de la calle con un pincho de jamón en la mano y el ánimo renovado por el café que se acababa de tomar:
—¿Alguna novedad? —preguntó mientras le daba un primer bocado al pequeño bocadillo.
—No, ninguna. Esperando a que llegue alguna noticia de Vigo y nos dé una alegría.
—Una pena lo de las huellas —dijo él ya sentado—. Tenía la esperanza de que, al menos, nos sirvieran para saber quién es nuestra misteriosa asesina.
—En el fondo, es normal que no esté fichada.
Antón dio un nuevo bocado, se puso cómodo y esperó la explicación de Eva. La conocía lo suficiente como para saber que, después de emitir una conclusión así, siempre añadía la correspondiente explicación.
—Piensa que si estuviera fichada —dijo ella—, se habría cuidado de limpiar la pelota. Tenemos que valorar que, cuando mató a Sebas, estaban los dos solos, no tenía prisa. Así que si nos concede sus huellas es porque sabe perfectamente que, con ellas, no avanzaremos.
A Antón le pareció lógico el razonamiento, pero Eva aún quiso añadirle un nuevo matiz:
—O al menos, no con la rapidez que necesitamos.
—¿Volverá a matar? —preguntó él con aire fatalista.
—Pues: lunes a la noche, martes a la mañana...
En ese momento sonó el teléfono. Eva no acabó la frase, miró el display, luego a Antón, y contestó sin apartar la vista de su compañero:
—Santiago, dígame.
Escuchó con atención lo que su interlocutor le decía, de un modo muy expresivo. Tanto, que antes de colgar ella, Antón ya se había levantado de su silla. Eva se despidió al teléfono:
—Ya vamos ahora.
Cogió su chaqueta y se unió a su compañero, que la esperaba en la puerta:
—Creo que ya tienes tu respuesta.
Los dos se subieron al coche de Eva. Cruzaron a toda velocidad el Puente Nuevo con la sirena conectada y siguieron de frente por la avenida de Marín. No tardaron en ver un nutrido grupo de personas alrededor de un reducido espacio acotado y custodiado por una patrulla de policía. Pararon al lado. Primero se bajó Antón. Eva después, y se quedó junto a la cinta separadora, observando la escena: un coche tuneado, sin una de las ruedas delanteras y dos neumáticos tirados sobre la calle, justo al lado del vehículo. De debajo, sobresalía poco más de la mitad del cuerpo de un varón, sobre un gran charco de sangre y tapado malamente por una manta. El elevador que debía estar utilizando en el momento del suceso reposaba apoyado contra el cuerpo de la víctima. Al pie del parabrisas, una pelota de golf.
El policía que custodiaba el cuerpo charlaba con Antón, mientras su compañero, de espaldas a la escena, controlaba a los curiosos. Los dos eran extremadamente jóvenes. El primero, en cuanto acabó con Antón, se acercó a Eva, hablándole con discreción:
—En teoría parece un accidente. Pero llegamos, vimos la pelota de golf y llamamos a la central. No sé si es lo correcto —parecía excusarse—. Míguez nos ha dado orden esta mañana de que si veíamos una pelota de golf en algún suceso, diéramos aviso antes de hacer nada.
—Sí, está perfecto —Eva tranquilizó al chico mientras continuaba observando la escena.
—Ni mi compañero ni yo tocamos nada —el joven agente continuó con sus explicaciones—. Y creo que la gente tampoco. Cuando llegamos estaban todos horrorizados al lado del coche, pero creo que no llegaron a tocar el cadáver.
—Gracias, agente. Pero no os retiréis todavía.
Levantó la vista hacia el grupo de curiosos y se fijó en la cara de cada una de las personas que estaban allí. Luego volvió a centrar su atención en la escena.
—Está muerto —le dijo Antón después de examinar el cuerpo—. Pero no creo que haga más de media hora.
Eva le señaló las huellas de sangre que había en el suelo:
—Alguien se manchó de sangre los zapatos —dijo al mismo tiempo—. Como mínimo, la suela. Dejó las marcas de haberlos frotado contra el asfalto, para limpiarlos.
Instintivamente, Antón comprobó desde su posición los zapatos de los curiosos. A su lado, Eva llamó la atención de los dos agentes:
—¿Alguno de vosotros ha pisado la sangre? —preguntó en voz alta, sin moverse de donde estaba.
Los dos policías negaron con la cabeza. Luego miró hacia los curiosos: idéntica reacción. Le hizo una seña al primer agente para que se acercara:
—Da aviso para que patrullen los alrededores buscando a una mujer, treinta años, cuerpo menudo y con los zapatos manchados de sangre. Rápido.
El chico se fue hablando por radio. Ella se volvió hacia Antón:
—Tiene que haber una mujer —dijo—. No creo que nos estemos equivocando.
Volvió a mirar a los curiosos:
—¿Alguno de ustedes ha visto algo? —preguntó.
Todos negaron.
—¿Alguien conoce al dueño de este coche? No es un coche muy normal, se habrán fijado en algún momento...
Un hombre levantó la mano:
—Yo sé de quién es este coche —dijo desde detrás de la cinta.
Eva le hizo una seña para que traspasara el cordón de seguridad y se acercara. El hombre obedeció:
—No pise la sangre del suelo —le indicó al hombre cuando estaba llegando al lado del coche—. ¿Se ve capaz de identificar a la víctima?
—No hace falta, es Marc —dijo él en cuanto vio los pantalones que sobresalían de la manta.
El hombre insistió, ante la cara de sorpresa de la inspectora:
—En serio, no tengo ninguna duda de que es él. Era cliente de mi cafetería. Supongo que acababa de salir, porque estuvo tomando allí un café hace nada —Eva escuchaba con atención—. Llevaba esa ropa, este es su coche y sus piernas son inconfundibles: Marc hacía pesas todos los días.
—¿Se vio con alguna mujer dentro de la cafetería?
—No. Estuvo hablando conmigo en la barra mientras tomaba el café. Como todos los días.
—¿Había quedado con alguna mujer o había alguna en la cafetería en ese momento? Haga memoria, es importante.
—Pensaba ir al gimnasio. Y en la cafetería había dos mujeres. Bueno, ahora que lo dice, sobre todo, había una. A Marc le llamó la atención, aunque él era así. Siempre estaba dispuesto a salir corriendo detrás de unas faldas. Mucho más, si eran de alguna jovencita.
—¿Era una chica joven?
—No, no. Esto fue lo que me extrañó. Esta chica sí era guapa, pero ya no era una niña —dijo convencido.
—¿Salieron juntos del local?
—¡Qué va! Ella no le hizo caso alguno. Se fue antes que él y no llegaron a cruzar palabra. Yo creo que eso fue lo que le atrajo de ella. Aunque la verdad es que la chica tenía un aire entre intelectual e interesante, casi soberbio diría yo, que la hacía muy atractiva.
—¿Sabe si se vieron después?
—Ni idea. Eso ya no lo sé.
—¿Me la puede describir físicamente?
—Morena, veinte y muchos años, con gafas, le daban un aspecto simpático.
—Es ella —concluyó Eva, dirigiéndose a Antón.
La inspectora no necesitaba más datos, pero él insistió en sus explicaciones a pesar de que Eva ya estaba de espaldas:
—Creo que era la primera vez que entraba en mi local y estuvo desayunando durante dos horas. Se leyó todos los periódicos. Después se fue, al poco de llegar Marc. Pidió una botella de agua mineral de plástico y se marchó.
Eva se volvió hacia el hombre de repente. Luego miró al coche. Fue corriendo hasta él, se agachó y deslizó un papel de periódico por debajo del automóvil. Salió mojado. Lo olió: agua. Lo acercó a la boca: agua mineral.
—Ahí tienes el modus operandile dijo a Antón—: agua. Simple y vulgar, pero perfectamente válida. Deshinchas una rueda, colocas agua debajo del coche y, cuando está cambiando la rueda, le adviertes del líquido que hay en el suelo y consigues que se meta debajo para ver de dónde procede. Luego, una patada al elevador y hecho —razonó convencida—. Atiende: buscad botellas de agua mineral en las papeleras. Recoged la rueda, quiero saber si realmente está pinchada o solo deshinchada. Y toma declaración formal al camarero. Pero antes de nada, informa a la prensa de lo que ocurre, aunque sin excesos: nombre de las tres víctimas, el detalle de la pelota de golf y descripción de la asesina, junto a su manera de actuar.
Antón hizo un gesto de extrañeza, que no se le escapó a Eva:
—No te preocupes, yo respondo ante Míguez. Quiero que mañana salga la información en todos los periódicos: La Región, La Voz de Galicia y, si es posible, también en El Faro de Ourense. Tres asesinatos en tres días, creo que ya es suficiente para que saquemos algunas conclusiones fiables.
Antón apuntaba los encargos mientras ella continuaba con la explicación:
—Nos lleva ventaja, necesitamos recuperar terreno a base de intuición. Si esperamos los plazos normales en una investigación nunca la alcanzaremos. Hay que empezar a correr riesgos, aunque nos equivoquemos. Hasta ahora le hemos permitido actuar con mucha comodidad. Yo voy a la comisaría a llamar a los de Vigo y a hablar con el jefe. Me llevo el coche —indicó ella mientras se iba.
—No te preocupes, después ya me acerca una patrulla. No creo que tarde.
Cuando ya se dirigía a su coche sonó el móvil de la víctima desde en un bolsillo de su pantalón. Eva se dejó guiar por el sonido y lo extrajo, mirando la pantalla: «Miguel, llamada». Descolgó:
—Marc, ¿dónde demonios te has metido? —se oyó al otro lado.
Luego, silencio, que volvió a romper el interlocutor:
—Llevo media hora esperándote, ¿no te he dicho que tenemos que vernos?
Eva, por fin, respondió:
—¿Miguel?
Ahora el silencio se produjo al otro lado de la línea.
—Soy la inspectora Santiago, ¿con quién estoy hablando, por favor?
Colgaron. Eva no insistió. Simplemente, se guardó el teléfono en un bolsillo y se fue.
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