Miró a los pies de la cama, veinticuatro latas de Heineken adornaban el suelo. Las correspondientes a dos packs de doce: tarde noche uno y madrugada, otro. Cogió la pistola de encima de la mesilla de noche, le sacó el seguro y salió de la habitación, dándole una patada a una de las latas. Al fondo, el cerrojo de la puerta de entrada al piso seguía echado y la llave en su lugar, como él siempre acostumbraba a dejarla. Nada se había movido.
Avanzó despacio por el pasillo y comprobó de modo sucesivo el cuarto de baño, el trastero y el salón. En las tres estancias, siguiendo la misma rutina: primero abría la puerta, después alargaba el brazo desde fuera para encender la luz, y por último entraba en la habitación correspondiente. Todo en orden en las habitaciones, vacías y con las persianas bajadas.
Repitió la misma operación en la cocina, situada enfrente del salón y al lado de la puerta de entrada. Una vez dentro, dejó con cuidado la pistola sobre la encimera, y se puso a preparar el desayuno. Colocó dos rebanadas de pan en la tostadora y sacó de la nevera mantequilla y mermelada. Luego, conectó la cafetera y exprimió el zumo de tres naranjas. Ya con él en la mano, se sentó en uno de los taburetes que acompañaban a la pequeña mesa de cocina, a la espera de que se doraran las tostadas y el café acabara de hacerse.
Apenas había dado un sorbo al zumo cuando oyó sonar el teléfono en su mesilla de noche. Dejó apresuradamente el vaso encima de la mesa y se fue a buen paso hacia la habitación para cogerlo. No reconoció el número entrante. Dudó un segundo, aunque al final decidió contestar.
—Dígame.
—¿Don Miguel Sarmiento? Le llamo de la agencia. Disculpe que le moleste a esta hora, pero tengo que informarle de que se han cancelado algunos vuelos, y mucho me temo que afectan a su plan de viaje.
—¿Cómo? —preguntó sin esconder cierto malestar.
—Espero no haberle despertado, pero entenderá que haya creído conveniente avisarle cuanto antes —contestó la mujer, segura de que su interlocutor había entendido su primera explicación—. Usted ha contratado con nosotros un viaje a Cuba con salida hoy, ¿verdad?
—Sí, de tres días. Pero no he oído que hubiese alguna huelga prevista para este fin de semana.
—No es un problema de España. Ha habido un fallo informático en el aeropuerto de La Habana y hasta el sábado no creen que pueda estar solucionado. Sentimos no haberle avisado hasta hoy, pero a nosotros nos han llamado hace tan solo una hora.
Miguel se sentó en la cama y permaneció un momento en silencio, intentando asimilar la noticia. Finalmente, contestó:
—Y digo yo, ¿no pueden hacer escala en otros países, o desviar los vuelos a otros aeropuertos?
—Se podrían desviar por Estados Unidos, pero me imagino que estará usted al tanto del bloqueo. En fin, nosotros no los ofertamos, porque es un lío.
—¡Mierda! —exclamó él en voz baja.
La mujer continuó con sus explicaciones, intentando disculparse por una incidencia de la que no parecía ser responsable:
—Siento mucho la incomodidad —dijo—. Por nuestra parte, lo único que podemos hacer es ofrecerle la devolución íntegra del importe pagado. O bien, el cambio del viaje para otra fecha, a elegir por usted y sin coste alguno.
—No —la cortó Miguel sin disimular un cierto nerviosismo—. Necesito, deseo irme esta Semana Santa —dijo después de manera entrecortada—. ¿Lo entiende usted?
—Sí... necesita... esta Semana Santa —repitió la mujer, intentando asumir lo que él acababa de decir.
—Cuanto antes —la corrigió Miguel en un tono más tranquilo, aunque no menos firme.
La mujer se tomó un tiempo.
—En ese caso —dijo ahora—, supongo que podríamos buscar alguna solución.
—Sí, búsqueme usted una solución. Me da igual el lugar de destino, no tiene que ser Cuba, puede ser otro país. Pero me gustaría salir hoy mismo.
—¿Cualquier otro lugar le sirve? —preguntó ella extrañada.
—Sí. A ser posible, lejos.
—Bueno, tendría que estudiarlo —La mujer intentaba seguirlo—. Pero imagino que sí se podría arreglar.
—Estúdielo. Y le repito, me gustaría salir hoy, como había contratado.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero necesito algo de tiempo, supongo que lo entiende usted.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno, teniendo en cuenta que siempre hay clientes que cancelan sus viajes a última hora, creo que podría incluirlo a usted en alguno de ellos sin mayor problema —razonó la mujer en voz baja al otro lado del teléfono—. Y también tengo que comprobar que no sea necesario que se vacune previamente. De todos modos —elevó su tono de voz—, comprometo mi palabra y la de mi empresa a que hoy mismo sale usted de viaje.
—¿Me vuelve usted a llamar?
—No, no, tengo que entregarle los nuevos pasajes. Y también es necesario que usted firme el nuevo contrato, por el seguro.—¿Tengo que ir a su oficina? —La voz de Miguel volvía a mostrar claramente un tono de disconformidad.—No, hoy es festivo y está cerrada al público. Esto es una gestión de urgencia, y extraordinaria si usted quiere cambiar el destino pero no las fechas —dijo la mujer con firmeza—. Si le parece, y de manera también extraordinaria, me paso yo misma por su domicilio —se tomó un segundo para pensar—. En una hora, como máximo, creo que tendré todo solucionado. ¿Puedo visitarle en el domicilio que nos ha proporcionado?—Sí, Vasco Díaz Tanco. ¿Va a venir usted aquí?—Ese es el que tengo —confirmó ella—. Sí, en una hora más o menos. Si a usted le parece bien, claro.
—Espere, espere. ¿Cómo es usted?
—¿Yo, cómo soy? —exclamó la mujer sin entender la pregunta de su cliente—. ¿Tiene alguna importancia mi aspecto físico para que usted me reciba en su casa?
—No, no, lo siento —se disculpó Miguel—. Es una cuestión mía. Pero dígame cómo es usted físicamente, para reconocerla cuando llegue —acabó por apuntar.
—Pues... rubia, estatura media, pelo largo, no tengo ningún rasgo especialmente característico. Pero no entiendo este formalismo.
—¿Es usted rubia? —inquirió de nuevo él, intentando asegurarse de haber escuchado correctamente.
—Sí, rubia. ¿Tiene usted algo en contra de las rubias? Seguramente le habrá atendido en su día una chica morena, pero yo soy la jefa de zona y, dada la gravedad de la situación, me estoy encargando personalmente de...
—No se preocupe —la cortó—, no tengo nada en contra de las rubias, no es eso.
La mujer se mantuvo en silencio al otro lado del teléfono. Miguel continuó después de un momento de pausa:
—Una última cosa: si hace el favor, cuando llegue, llame tres veces al interfono. Si no, no creo que le abra, porque no suelo recibir a nadie en mi domicilio.
—De acuerdo. Así lo haré —Resultaba evidente que a la mujer ya no le apetecía discutir esta nueva excentricidad de su cliente.
Miguel colgó el teléfono con cierto nerviosismo en el cuerpo. Aunque, de todos modos, si aquella mujer, simpática y rubia, hacía bien su trabajo, ese contratiempo no debería cambiar en absoluto sus planes.
Aún sentado sobre la cama, pensó en adecentar un poco el piso. Entre otras cosas, recoger las latas que tenía allí en la habitación, tiradas por el suelo. Aunque también pensó que, al fin y al cabo, aquella mujer era una vendedora, y la recibiría en el salón. Y el salón estaba perfectamente presentable. Al menos, a sus ojos.
Volvió a la cocina, donde su desayuno le esperaba. Pero cuando llegó, el zumo estaba caliente, las tostadas frías y el café se había quemado. Y a la hora de comer, Miguel era un sibarita. Tiró todo, y se puso a hacer de nuevo su desayuno. Volvió a esperar por las tostadas y el café sentado a la mesa y con el zumo en la mano, como en el primer intento.
Esta vez consiguió dar dos tragos antes de que sonara de nuevo su móvil. Dudó si contestar. Al final, la posibilidad de que fuera una llamada anunciándole su nuevo viaje le convenció. Deducción equivocada.
—¿Miguel? Soy la inspectora Santiago.
—Dígame.
—¿Está usted bien?
—Perfectamente. ¿Me llama en mi día libre a las nueve de la mañana para preguntarme cómo estoy?
—No, lo siento —se disculpó Eva queriendo ser agradable—. Le llamo sobre todo porque he pensado que ayer quizá me excedí dudando de usted.
—No se preocupe.
—Solo pensé que debía excusarme antes de que usted se marchara. ¿Porque se marcha usted hoy, verdad?
—Sí —Él no quiso dar más detalles.
—¿Pronto? —Eva sí quería más explicaciones.
—A mediodía —O antes, si todo iba bien, pensó Miguel para sí.
—Pues entonces, le repito mis disculpas y le deseo un buen viaje.
—Gracias, inspectora.
Miguel se fue de nuevo a la cocina. Esta vez, el café todavía no se había hecho y las tostadas continuaban dorándose. Le dio un tercer sorbo al zumo, pensativo, confiando en que aquella jefa de zona de la agencia de viajes hiciera bien, y rápido, su trabajo.
En una hora llegaría y lo informaría de su nuevo destino. Entonces, ya podría empezar a hacer la maleta porque sabría qué tipo de ropa tendría que llevar.___________________ Comprar MUERTE SIN RESURRECCIÓN
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