Ahora que las rebajas están en pleno apogeo ando como loca buscando un trol. Se rumorea en los mentideros tuiteros que un trol es el accesorio imprescindible de todo blog con ínfulas. A mí ínfulas me sobran. Lo que me falta es el trol. No hay forma. Están agotados en todas partes y las que ya tienen alguno se aferran a ellos como si fueran unos Louboutin a mitad de precio.
Para que se hagan una idea de lo que viste un trol tienen hasta su huequito en Wikipedia, la fuente de toda la sabiduría actual. Me temo que mi teoría sobre la inviolabilidad de las madres delta es acertadísima: nadie se atreve con nosotras. Ni los troles que acosan a las pobres primerizas sin piedad.
Ante la evidente escasez de troles tengo dos alternativas: pagar o provocar. Con cuatro bocas que alimentar no sé yo si el padre tigre aceptaría que incluyera una partida para el uso y disfrute de mi trol en nuestro presupuesto familiar. No me quedaría más opción entonces que provocar a ver si se anima algún trol espontáneo.
El problema es que, por mucho que me empeñe en disimularlo, soy buena madre. A pesar de perder la paciencia un mínimo de a veces y un máximo de a todas horas, soy buena madre. Aunque grite mucho más de lo que a los vecinos y a mí nos gustaría, soy buena madre. Pese a que me aburra soberanamente hacer puzles y me espanten los cuentos infantiles, soy buena madre. Por más que de vez en cuando me dé una pereza infinita hacer una tortilla de dos huevos o exprimir el zumo del desayuno, soy buena madre. Si bien castigo a mis hijas a discreción y a veces les amenazo con cancelar todos sus cumpleaños hasta su mayoría de edad, soy buena madre. Reconozco que a menudo paso de sacar la plastilina porque me puede más la pereza que mi afán por dar rienda suelta a su espíritu creativo. No obstante, soy buena madre.
Cuando me paso de borde con La Primera porque vuelve a equivocarse por enésima vez en la misma palabra del mismo dictado, aún y todo, soy buena madre. Bien que me exaspero con La Segunda cuando tarda quince minutos en poner la pasta de dientes sobre el cepillo, soy buena madre. Incluso cuando combato las rabietas de La Tercera con más severidad que empatía, soy buena madre. Y cuando La Cuarta me saca de mis casillas con su empeño por pasarse el día sentada en mis rodillas abortando cualquier amago de trabajar o bloguear a mis anchas, soy buena madre.
Soy buena madre. Ni mejor, ni peor que las demás. Con mis virtudes. Y mis defectos. Con mis momentos de gloria maternal. Y con mis frecuentes pérdidas de papeles. Soy buena madre cuando me desvivo por satisfacer sus necesidades aunque éstas incluyan poseer un unicornio lila con purpurina. Pero también soy buena madre cuando les endiño una película para tener un rato de paz aunque lo emplee en actividades de bajo contenido intelectual. Soy buena madre cuando me paso la noche en vela porque están malas y también cuando utilizo mi ración de intimidad para hacer cochinadas de adultos con su padre. Soy buena madre cuando disfruto con ellas. Como también soy buena madre cuando disfruto sin ellas.
No soy ni mejor ni peor que las que lo hacen como yo. Ni peor ni mejor que las que lo hacen de otra manera. No creo en la uniformidad maternal. La maternidad es una relación entre dos personas y como tal está sujeta a la naturaleza, el carácter y las peculiaridades de cada una de las partes. En la amistad, en el trabajo y en amor aceptamos sin pestañear que cada pareja es un mundo. No veo pues porqué en la maternidad tenemos que ser todas iguales.
Es cierto que hay ciertas prácticas o actitudes que son positivas en general y que no está demás intentar mejorar cada día. En el trabajo. En tu relación de pareja. En la amistad. Y en la maternidad.
Pero no nos olvidemos nunca de que lo perfecto es enemigo de lo bueno.
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