Llevábamos veinte minutos en el aire cuando ella sacó un espejo del bolso y empezó a maquillarse la cara, sobre todo los ojos. Empezó a trabajarse los ojos con un cepillito, concentrándose en las pestañas. Mientras hacía esto, abría los ojos mucho y mantenía la boca abierta. . La miré y se me empezó a empalmar.
Su boca era tan llena y redonda y abierta y ella seguía arreglándose los ojos. Pedí dos bebidas.
Un jovencito a nuestra derecha empezó a toquetearse. Tammie siguió mirándose al espejo, con la boca abierta. Parecía como si pudiera de verdad pudiera chupar con esa boca.
Continuó durante una hora, luego dejó el espejo y el cepillito, se echó junto a mí y se puso a dormir.
Había una señora en el asiento a nuestra izquierda. Tenía unos cuarenta y tantos años. Tammie dormía junto a mí. La mujer me miró.
-¿Cuántos años tiene?
De repente se hizo un gran silencio en aquel jet. Todo el mundo cerca nuestro estaba escuchando.
-Veintitrés.
-Aparenta diecisiete. -Tiene veintitrés.
-Se pasa dos horas arreglándose la cara y luego se pone a dormir.
-No fue más de una hora.
-¿Van a Nueva York?
-Sí.
-¿Es su hija?
-No, no soy su padre o abuelo. No estoy emparentado con ella para nada. Es mi novia y vamos a Nueva York.
Podía ver sus ojos en los titulares.
Monstruo del este de Hollywood droga a una chica de 17 años y se la lleva a Nueva York donde abusa sexualmente de ella y luego vende su cuerpo a numerosos vagabundos.
La señora fisgona se dio por vencida. Se echó en su asiento y cerró los ojos. Su cabeza se inclinó hacia mí. Estaba casi en mi hombro. Sosteniendo a Tammie, vigilaba aquella cabeza. Me preguntaba si le importaría que cruzara sus labios con un beso salvaje. Se me empalmó otra vez.
Estábamos a punto de aterrizar. Tammie parecía muy dormida. Me preocupaba. La intenté despertar.
-¡Tammie estamos en Nueva York! ¡Vamos a aterrizar! ¡Tammie, despierta!
No hubo respuesta.
¿Una sobredosis?
Le tomé el pulso. No logré sentir nada.
Miré sus enormes pechos. Busqué algún signo de respiración. No se movían. Me levanté y llamé a la azafata.
-Por favor, señor, siéntese. Vamos a aterrizar.
-Oiga, estoy preocupado. Mi novia no se despierta.
-¿Cree que estará muerta? –susurró ella.
-No sé –contesté también susurrando.
-Está bien, señor. Tan pronto como aterricemos, volveré aquí.
El avión estaba empezando a descender. Fui al retrete y mojé algunas toallas de papel. Volví, me senté junto a Tammie y se las restregué por la cara. Todo aquel maquillaje, perdido. Tammie no respondía.
-¡Tú, zorra, despiértate!
Bajé con las toallas hasta sus pechos. Nada. Ningún movimiento. Me di por vencido.
Tendría que mandar su cuerpo de vuelta, de algún modo. Tendría que darle explicaciones a su madre. Su madre me odiaría.
Aterrizamos. La gente se levantó y se puso en fila esperando a salir. Yo me quedé sentado. Sacudí a Tammie y la pellizqué.
-¿Preciosa, qué te pasa?
Tammie comenzó a responder. Se movió. Entonces sus ojos se abrieron. Sólo fue cuestión de una voz nueva. Nadie prestaba atención a una vieja voz. Las viejas voces se hacían parte de uno mismo, como una uña.
Tammie sacó el espejo y empezó a peinarse. La azafata le acariciaba el hombro. Me levanté y saqué los vestidos de la repisa de arriba. Las bolsas estaban allí también. Tammie siguió mirándose en el espejo y peinándose.
-Tammie, estamos en Nueva York, vamos a salir de aquí.
Se movió velozmente. Yo llevaba dos bolsas de papel y los vestidos. Salió por la portezuela agitando las nalgas. Yo la seguí.
Charles Bukowski. "Mujeres". Anagrama, 1994.