Comentando por el blog de Desclasado empecé a re-reflexionar sobre un tema muy de moda, por encontrarnos en plena fiebre del mundial de fútbol. Aunque como más de una vez pasa, se empieza pensando sobre algo, y se acaba escribiendo de otra cosa, relativamente distinta a la primera. Sobre el tema de la progresiva “incorporación forzada” de las mujeres al mundo de las pelotas, los pantalones cortos, las penetraciones (en el área) y demás, la cosa está clara: las mujeres son un target comercial tan bueno como cualquier otro para vender productos. Y evidentemente, los que ganan la pasta gansa con esto del fúmbol como dice mi compañero Desclasado, no hacen ascos a multiplicar sus beneficios por dos incorporando a las féminas a este deporte que adoran muchos subnormales, imbéciles y catetos (aunque no descarto que también tenga algún seguidor respetable).
Y es de esta idea, evidentemente, desde donde parte el resto de mi reflexión. Ya lo decía en el comentario a Desclasado: es bien conocida la historia que nos ha hecho recorrer el hiperconsumismo (metámonos todos, y que tire la primera piedra el que pueda). Allá por los 80, cuando era niño, la familia española standard, en el sentido meramente estadístico, tenía una televisión, un coche, un teléfono (fijo por supuesto), y algunas de ellas, tímidamente, comenzaban a adquirir ordenadores. Tan solo una década más tarde, esa misma e imaginaria familia, ya poseía en muchos casos dos coches, dos teléfonos (uno fijo, otro móvil), dos ordenadores personales (un sobremesa, un portátil) y varios televisores (para la habitación de los padres, para la habitación de los niños…). La jugada era clara: cuando ya no tienes nuevos productos que vender, aspira a vender dos de cada producto, y deja el resto a la “obsolescencia programada”, si quieres maximizar tu beneficio.
Pero claro, aunque este camino abría grandes posibilidades, el inconveniente es que era demasiado obvio para gran parte de la población (se podría aumentar la cantidad de productos a comprar a tres o cuatro, pero casi con seguridad, sería visto como excesivo por gran parte de los consumidores). Es por ello, que los departamentos de marketing, comunicación y adoctrinamiento se pusieron a trabajar prestos para llegar a una solución que permitiera seguir aumentando los beneficios de sus respectivas compañías. La respuesta, no por ser relativamente obvia, estaba exenta de mérito: había que buscar nuevos targets comerciales. Uno de los primeros en caer (dada también su inocencia intrínseca y vulnerabilidad) fue el mercado de los niños. De repente, los spots publicitarios presentaban a niños “adultizados” que lo mismo consumían ropa de marca, que smartphones, que ordenadores portátiles o “redes sociales”. De hecho, un movimiento parecido es el que lleva en la actualidad a intentar introducir a las mujeres en mercados de los que nunca habían sido grandes consumidoras (videojuegos, apuestas, deportes “tradicionalmente” masculinos…). Pero era obvio que la maquinaria no se iba a detener ahí. Alguien pensó que la segmentación no era suficiente, y que había que llegar a cualquier target que estuviera dispuesto a desembolsar lo necesario: la evolución lógica fue volcarse en el colectivo homosexual: un grupo de personas, que por aquel entonces gastaban todo lo que tenían en ellos mismos, puesto que no les estaba permitido tener hijos. Proliferaron (y proliferan) los productos de tendencia gay, ya sean revistas, cosméticos, agencias de viajes, propuestas de ocio, y lo que haga falta.
Vemos por tanto claramente la tendencia: segmentación infinita de los mercados, que según las teorías del marketing permite maximizar los beneficios obtenidos de cada objetivo comercial. Y en eso estamos. En aislar a los grupos de consumidores hasta el infinito, en grupos cada vez más pequeños, más “personalizados” (o tal vez más despersonalizados, y más “consumizados”). Es notable la herramienta que pone Internet al servicio de esta tendencia: gracias a las cookies que todo ordenador almacena, a los registros que cada usuario realiza en todo su recorrido por la red, ya es posible presentar publicidad que intenta segmentar, gracias a la red por edad, renta, procedencia geográfica, sexo, nación, raza, y cualquier otra circunstancia personal o social susceptible de producir beneficios económicos a los de casi siempre. Hay que aislar, rodear, y poner contra la espada y la pared al consumidor, de la manera más individualizada posible para “sugerirle” esa compra que tanto ansía, en su fuero interno, y que los anuncios tienen la amabilidad de recordarnos.
Es por ello, que es justa y necesaria una penúltima segmentación: la de los diferentes modelos de familia, y ahora más que nunca, cuando en plena crisis los tradicionales targets no tienen su horno para bollos. ¿Alguien se imagina las posibilidades comerciales de dirigirse individualizadamente, para ofrecerle productos totalmente adaptados a sus necesidades a los cabeza de familia de hogares monoparentales, biparentales, triparentales, n-parentales, homosexuales, bisexuales o transexuales? ¿Cómo no se le ocurrió a nadie antes considerar a los hijos de homosexuales masculinos, o de homosexuales femeninos, o de bisexuales, o de transexuales como objetivo comercial personalizable? Todos ellos tienen derecho a consumir con todo el mimo que sea capaz de ofrecerle la customización de productos especialmente diseñados para ellos.
No sé como hemos podido vivir en esta injusticia y desigualdad durante tanto tiempo. ¡Bibiana, yo te invoco!