(JCR)
“Cuando acabes tu sesión déjanos una hora, que queremos presentar un caso real para discutir”. Fue hace dos días, mientras dirigía un taller sobre conflictos y sanación de traumas para 40 mujeres de una asociación por la paz en un barrio de Bangui, en la República Centroafricana. Como ocurre a menudo en África cuando la gente quiere expresar algo en público, las mujeres hicieron su presentación por medio de una representación teatral. Nunca podía haberme imaginado lo que vi.
La historia empieza con una viuda que tiene dos hijas adolescentes que no han tenido que interrumpir sus estudios por falta de recursos. Las dos chicas se dirigen al mercado para vender algo e intentar ganar unas monedas, cuando por el camino son detenidas por dos hombres armados y violadas. Cuando la madre acude con ellas al jefe local, se encuentran con un hombre que se pasa el día repantingado en su hamaca y bebiendo vino de palma, el cual primero les dice que no tiene tiempo para perder escuchando sus tonterías, y cuando finalmente accede a prestarles atención, responde que si quieren que haga algo por ellas primero tendrán que darle dinero. A partir de este incidente las mujeres del pueblo se organizan, primero hacen una huelga que deja vacío al mercado, y finalmente montan una manifestación en la oficina del jefe y la algarada termina con las mujeres agarrando al gerifalte y llevándolo al río, donde le tiran. Entre las risas y aplausos de las participantes, se me olvidó preguntarlas si el tipo sabía nadar.
Llevo quince años dando cursillos sobre resolución de conflictos y mediación y en los cuatro países donde he coordinado estos talleres (Uganda, República Democrática del Congo, Eritrea y Centroáfrica) he tenido delante de mí a grupos de lo más variopinto, pero esta ha sido la primera ocasión en la que he tenido como participantes a mujeres. En la oleada de violencia que ha arrasado Centroáfrica desde diciembre del año pasado, ellas son las que más han sufrido, y no sólo por ser víctimas de abusos sexuales que casi siempre se quedan impunes, sino también por tener que levantarse cada mañana y quedarse mirando a sus hijos preguntándose cómo van a darles de comer y –el peor de los dolores- sufriendo al saber que si los milicianos de la Seleka les atacan ellas no podrán hacer nada para protegerlos.
Después de tres meses de caos absoluto, Bangui ofrece, desde hace pocas semanas, un cierto semblante de calma y seguridad. Desde que llegué el 27 de julio hasta la fecha no he oído aún ni un solo disparo (a finales de abril los tiros se oían a cualquier hora y en cualquier lugar de la capital), pero cuando llega la noche, en los barrios más apartados sigue habiendo secuestros, que casi siempre es para demandar rescates. Y mientras el autoproclamado presidente sigue diciendo que son incidentes aislados de elementos incontrolados, todo el mundo sabe que los jóvenes raptados acaban casi siempre en alguna instalación militar. Eso, cuando no les pegan un tiro en la nuca y les arrojan a un bosque. Y lo que ocurre en el interior del país es aún más grave, y para más inri hay muy poca gente que pueda contarlo. En varias localidades centroafricanas, la Selela ha comenzado a prohibir la venta de la carne de cerdo en los mercados y recorren las casas para asegurarse que nadie cría estos animales. En Kabo y en Kaga-Bandoro, por ejemplo, ha habido matanzas de cerdos a tiro limpio, sumiendo a la población en el miedo y confirmando los temores que muchos temían que poco a poco empezarán a imponer la ley islámica.
El pasado 30 de julio, una delegación de mujeres centroafricanas encontró en París a la ministra francesa encargada de la Francofonía, Yamina Benguigui. Pidieron una mayor implicación de la potencia europea, antigua metrópolis, en la República Centroafricana, un país que durante décadas ha sufrido crisis interminables y que sigue sin figurar entre las prioridades de acción de la comunidad internacional. Uno de los casos que relataron es escalofriante: el pasado 23 de julio, varios milicianos de Seleka secuestraron a nueve adolescentes y les dejaron maniatados en su destacamento militar. Cuando las angustiadas madres llegaron para pedir la liberación de sus hijos, los hombres armados les pidieron un rescate equivalente a una cantidad de dinero que ninguna de las mujeres tenía. Como no podían pagar, les mataron a tiros.
Si un incidente así hubiera ocurrido en otro país, la noticia habría sido información destacada en todos los telediarios del mundo y los países donantes habrían protestado delante del gobierno e incluso amenazado con sanciones. Pero como esto pasa en un lugar lejos de los focos de los medios internacionales, las violencias se suceden un día después de otro. A lo sumo, de vez en cuando la cuestión de Centroáfrica aparece en algún foro internacional de países africanos, los cuales expresan “su preocupación”, dicen que van a enviar tropas para asegurar la protección de los civiles, y cuando alguien –a las pocas semanas- pregunta que cuándo va a llegar la prometida ayuda, o bien nadie responde o a lo sumo como explicación al retraso se dice que “hay limitaciones económicas”.
Así que, estando así las cosas, si un día un grupo de mujeres son capaces de agarrar a algunos de estos desalmados responsables de este estado de cosas y tirarlos al río Oubangui, aplaudiré aún con más ganas que el pasado fin de semana cuando vi el improvisado teatro. Eso sí, si le echan al agua, a ser posible que sea en época de crecida y lejos de la orilla.