A Malena la traía su tía Jacinta. Ambas se vinieron de Medellín. Jacinta hace veinte años y Malena hará apenas uno. Jacinta limpia en la casa de éstos los lunes, miércoles y viernes, y de aquellos martes y jueves. También lava los baños de un liceo en Valles del Tuy los sábados.
La tía se trajo a la Male porque el marido (un servil paraco) la-iba-medio-matando y “allá no iba a tener futuro”. Caracas sería mejor destino. Pero Malena no pudo trascender San Antonio del Táchira. Se enamoró en su pequeña estadía y quedó embarazada hace exactamente seis meses.
Jacinta dejó dos hijos en Colombia que ya superan su veintena del lado venezolano. Los que parió acá le hinchan a Los cafeteros. Jacinta llegó para limpiar la mierda de los que cagan más arriba del culo. “Si yo hubiese sido española o portuguesa, mi historia en este país fuera otra”. Los latinos llegan a fregar. Los europeos a ser propietarios.
Malena repitió la historia de tantas. Apenas el amor se enteró de su preñez, se fue a comprar cigarros. Le tocó parar en una de las invasiones, equilibrar cinco planchas de zinc y ofrecer sus manos para tallar la mugre en casa ajena.
Ayer, el siseo de una lata de spray la levantó.
Los verdeoliva, armados hasta los dientes, ya no venían por la vacuna, sino que dibujaban sobre su puerta la letra De. La barriga de una De azul tan grande como su panza. Le tocaba ser Derrumbada, Despojada y Deportada. La cogió un amanecer de esos en los que pagan justos por pecadores.
La hermana de su madre en Caracas sigue la noticia por el televisor de la patrona. Ha aprendido a no hablar, porque con el paso del tiempo fue descubriendo que su acento asqueaba. Pero al mirar a hombres, mujeres y niños deslomarse, se lleva las manos a la boca y se cuela un “¡Bendito!”.
A Malena le tocó jurar que no escondía a nadie y que ése nadie había huido después de dejarla embarazada. No quedó catre, tampoco cocinilla. Sólo llegó a armar una bolsa de ropa con una sábana atada de las cuatro puntas. Era una de las casi mil doscientas personas repatriadas al sálvese quien pueda, a través del Río Táchira.
Lo único que se lleva de Venezuela es a un perro que se quedó con ella, del lado de afuera de su rancho, incluso cuando a la Guardia Nacional Bolivariana le fue suficiente expandir los brazos para derrumbarlo.
En el camino, Esnupi José (que así llamó al perro) se le cayó en el río y en el esfuerzo de salvarlo se raspó la rodilla. “Nadie ayuda a nadie”, se lamenta mientras ensaliva la herida. Dejó caer la ropa para que se la lleve la corriente. “Estado de excepción tengo yo”.
Jacinta le prometió una base de paz, la misma que Chávez, porque a pesar de la mierda en sus manos, eso encontró en Caracas. Pero no pudo Malena, ni la circunstancia, terminar de nacer. El petróleo cayó así como las ganas de hacer revolución para algunos. A ella que limpiaba, la barrieron.
Del lado colombiano no tiene más esperanza que las de parir.
No la quieren ni aquí ni allá y lo único que la mantiene en el camino es el latido de su ombligo.
La esperanza la preñó y huyó.
DesdeLaPlaza.com / Indira Carpio
A Malena la traía su tía Jacinta. Ambas se vinieron de Medellín. Jacinta hace veinte años y Malena hará apenas uno. Jacinta limpia en la casa de éstos los lunes, miércoles y viernes, y de aquellos martes y jueves. También lava los baños de un liceo en Valles del Tuy los sábados.
La tía se trajo a la Male porque el marido (un servil paraco) la-iba-medio-matando y “allá no iba a tener futuro”. Caracas sería mejor destino. Pero Malena no pudo trascender San Antonio del Táchira. Se enamoró en su pequeña estadía y quedó embarazada hace exactamente seis meses.
Jacinta dejó dos hijos en Colombia que ya superan su veintena del lado venezolano. Los que parió acá le hinchan a Los cafeteros. Jacinta llegó para limpiar la mierda de los que cagan más arriba del culo. “Si yo hubiese sido española o portuguesa, mi historia en este país fuera otra”. Los latinos llegan a fregar. Los europeos a ser propietarios.
Malena repitió la historia de tantas. Apenas el amor se enteró de su preñez, se fue a comprar cigarros. Le tocó parar en una de las invasiones, equilibrar cinco planchas de zinc y ofrecer sus manos para tallar la mugre en casa ajena.
Ayer, el siseo de una lata de spray la levantó.
Los verdeoliva, armados hasta los dientes, ya no venían por la vacuna, sino que dibujaban sobre su puerta la letra De. La barriga de una De azul tan grande como su panza. Le tocaba ser Derrumbada, Despojada y Deportada. La cogió un amanecer de esos en los que pagan justos por pecadores.
La hermana de su madre en Caracas sigue la noticia por el televisor de la patrona. Ha aprendido a no hablar, porque con el paso del tiempo fue descubriendo que su acento asqueaba. Pero al mirar a hombres, mujeres y niños deslomarse, se lleva las manos a la boca y se cuela un “¡Bendito!”.
A Malena le tocó jurar que no escondía a nadie y que ése nadie había huido después de dejarla embarazada. No quedó catre, tampoco cocinilla. Sólo llegó a armar una bolsa de ropa con una sábana atada de las cuatro puntas. Era una de las casi mil doscientas personas repatriadas al sálvese quien pueda, a través del Río Táchira.
Lo único que se lleva de Venezuela es a un perro que se quedó con ella, del lado de afuera de su rancho, incluso cuando a la Guardia Nacional Bolivariana le fue suficiente expandir los brazos para derrumbarlo.
En el camino, Esnupi José (que así llamó al perro) se le cayó en el río y en el esfuerzo de salvarlo se raspó la rodilla. “Nadie ayuda a nadie”, se lamenta mientras ensaliva la herida. Dejó caer la ropa para que se la lleve la corriente. “Estado de excepción tengo yo”.
Jacinta le prometió una base de paz, la misma que Chávez, porque a pesar de la mierda en sus manos, eso encontró en Caracas. Pero no pudo Malena, ni la circunstancia, terminar de nacer. El petróleo cayó así como las ganas de hacer revolución para algunos. A ella que limpiaba, la barrieron.
Del lado colombiano no tiene más esperanza que las de parir.
No la quieren ni aquí ni allá y lo único que la mantiene en el camino es el latido de su ombligo.
La esperanza la preñó y huyó.
DesdeLaPlaza.com / Indira Carpio
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