Lucía se ha subido a una palmera y desde su copa verde sigue su procesión de muertos, la vela que le enciende el watía, la bandera que alza el político, mira cómo unos que se mientan guerrilleros se les llevan las vaquitas y el toro. Vio llegar a su suegro mediomuerto a golpes y terminar de partir envuelto entre hojas, en posición fetal para volver al ombligo de la madre.
Podría Lucía venderse, como algunos de sus vecinos, podría pactar y desaparecer en paz. Pero la mujer yukpa no conoce la rendición. Prefiere sangrar sus manos con cada cesta, que ofertar el alma que todavía le sonríe a Sabino.
Un año después de que los perros de la tierra lo descuartizaran, el paludismo se llevó a su hija Mirian, si acaso la única en Chaktapa que tejía incluso más bonito que la mamá.
Lucía lloró la chicha que todos bebieron, amarga, aguada.
Alguna vez cerró los dos ojos y pudo regresar a las manos de su hombre, nuestro Guaicaipuro. Volvieron a cantar juntos. La canela de los labios de Sabino se acercó a sus oídos, ordenó sus mechas azabache detrás de la oreja de Lucía y en un suspiro le suplicó siguiera la lucha por la tierra.
El fuego en su ingle lo conjuró a sus estrellas, un cielo oscuro, espeso. Ella lamió sus cicatrices.
Y Sabino, Sabino fue de Lucía.
Un disparo la devolvió a Tizina, al norte del Tukuko.
Por la noche le ha tocado zarandear a éste que quiere tocar a su nieta, o guardar una parte de la pensión de Madres del barrio para que no violen a una hija, o librarse de una mamada a éste sicario, o aquel cuatrero. Tiene que pagar para que no la obliguen.
Ella intenta ser cacica a solicitud de su comunidad, pero no puede costear los dos días de asamblea en los que debe proveer la atención de las otras comunidades que deben aprobar su liderazgo.
Cincuenta años tiene Lucía. Y la sangre -su sangre, que abona la tierra que la delineó- podría agitar los ríos que atraviesan la Sierra, porque escarban Perijá desde antes de que naciera.
Un siglo completico entre el filo y la pólvora obligaron a sus ancestros a refugiarse bajo la fronda profunda.
Confío. Volverán al verde a saber vivir sin mendigar la vida.
DesdeLaPlaza.com /Indira Carpio
La mujer yukpa sostiene el caribe con los dientes.
Lucía se pone por occidente, después de rasgar el cielo sobre la cabecera del Lago.
Es hija del río Yaza. Su madre, la corriente. Su padre, las piedras.
Nueve hijos lega, once nietos.
Cuando le mataron al marido, la hirieron no sólo en el brazo, sino en toda la Sierra. El corazón de Perijá se detuvo y hubo que tejerlo con el alarido con el que le canta la más bonita yukpa, para que andara.
Habla el castellano poquito y poquito le habla el castellano.
La historia de Lucía Martínez Romero es una cesta, el entrecruzamiento y la torsión de la palma, una espiral de hoja larga y seca como el humo del tabaco.
Se dice que un día Sabino la oyó, apretó los ojos y cuando los abrió, ella se plantó en su cara y él en la de ella. Desde entonces, supieron que sus almas reían. Él la celaba de la brisa que mecía el monte. Ella faraleó su conuco y desenvainó el machete cuando vinieron a robarla.
Se amaron a pesar de los traficantes de la tierra.
Y alzaron lata y cocotero para construir una choza que le tumban de cuando en cuando.
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