Está enterrado al pie de un cerro en Los Cocos, Córdoba, en el corazón de la Argentina, junto a su esposa Ana de Alvear. Manuel Mujica Láinez murió hace veintiséis años, de un paro cardíaco, en su mansión cordobesa de Cruz Chica, conocida como “El Paraíso”. Tenía entonces 73 años y más de veinte libros publicados, algunos tan populares como Misteriosa Buenos Aires (1950), La casa (1954) y Bomarzo (1962). Residió en Córdoba a partir de 1970, pero antes, desde siempre, en una casona de Belgrano (en la ciudad de Buenos Aires) que había comprado su padre. Escribía de mañana y tomaba el tren a Retiro todas las tardes para ir a trabajar al diario “La Nación”; lo hizo desde 1932 a 1969 cuando se jubiló. Crítico de arte, empezó como un magistral cronista desde que voló a Berlín en 1935 con el Graf Zeppelin. Empero, muchos lo recuerdan más por el personaje que hacía, una suerte de dandy literario, un patricio de 1880 desorientado en una ciudad poblada por inmigrantes americanos y europeos.
Al fallecer, dejó capítulos terminados de Los libres del sur, una novela sobre la rebelión de los hacendados bonaerenses contra Juan Manuel de Rosas en 1838. Esa novela era un retorno a la memoria familiar, a los orígenes que lo emparentaban con Miguel Cané, el autor de una de las novelas canónicas de la literatura argentina: Juvenilia.
“Hay algo de encantamiento en la mejor prosa de Manucho, una mirada que se detiene en la perdurabilidad de los objetos y se sorprende por el paso del tiempo”, dice el cineasta Oscar Barney Finn, que adaptó al cine varios relatos del escritor. Y es que Manucho –como todos le conocían– se impuso la misión de evocar un mundo que desaparecía, el de la élite porteña que educaba a sus hijos en París.
La pregunta que surge, casi de modo natural, es: ¿cómo leerlo hoy? El escritor Oscar Hermes Villordo aseguró hace tiempo: “para Manucho el apego por los nombres, los viejos apellidos y sus alianzas, eran una herencia respetada que hizo suya con gran conciencia de clase”. Desde ahí se entienden sus obsesiones literarias: la novela psicológica francesa y el sutil mundo de Marcel Proust, útiles para hablar de esa aristocracia de estancieros venidos a menos. Por eso Bomarzo (novela monumental, cuya relectura es un deber incluso mayor que su propia lectura) parece la culminación lógica para un escritor fascinado con Europa y ciertas genealogías.
Existe algo inquietante en estos viejos aristócratas que, como Doña Sabina en “El salón dorado”, se sienten desplazados por el país nuevo con sus inmigrantes. El musicólogo Esteban Bach señaló que la tortuosa vida sexual de Pier Francesco Orsini, el duque de Bomarzo, refiere –sin proponérselo– a las perversiones de la dictadura de Onganía, que en 1967 prohibió el estreno de la ópera de Alberto Ginastera inspirada en esta novela. Es posible que Bomarzo le deba más al psicoanálisis de la década de 1960 que al verdadero Orsini, quien en realidad era un apasionado por las mujeres y las manzanas, y no era jorobado ni impotente como lo concibió Manucho. También es cierto que el escándalo por Bomarzo revela la idiosincrasia de la élite local, desgarrada entre el liberalismo laico del siglo XIX y las pesadillas de una imagen religiosa.