Hace unas semanas, con un vídeo y unas fotos de Julio Iglesias andando con dificultad por una playa de Punta Cana, en la República Dominicana, donde tiene una de sus residencias, ayudado por dos jóvenes mulatas, algunos pretendieron encender las luces de alarma sobre el estado de salud del cantante español más internacional, de casi 77 años, edad que cumplirá el 23 de este mes de septiembre. Quizá pretendiendo dar a entender que Julio está acabado, cosa que es del todo incierta. En su cuenta de Instagram, lo ha justificado estos días por una “caída tonta” en su casa, hace un par de meses, que le afectó a una pierna y al tobillo de la otra.
Hay que remontarse seis décadas atrás, septiembre de 1962, cuando en víspera de su cumpleaños el cantante tuvo un gravísimo accidente de tráfico en Majadahonda, de madrugada, que estuvo a punto de costarle la vida. Cierto que no se le fue la vida en ese percance, pero sí buena parte de su salud. Desde ese día, Julio ha tenido que ejercitarse con una disciplina espartana para poder seguir en pie, obligándose, por ejemplo, a nadar a diario o caminar en el agua para mantener el equilibrio forzando la musculación de sus piernas.
Hace poco, en una entrevista radiofónica mientras permanecía confinado por el coronavirus, recordó aquel impacto como a quien le descerrajan un disparo en la columna vertebral. Verse postrado en una cama durante meses y meses, con 20 años, sin expectativas de volver a andar, no es fácil de asumir. Su sostén en aquellos días tan oscuros como inciertos fue sobre todo su padre, el ginecólogo Julio Iglesias Puga, que lo dejó todo para atenderle porque siempre confió en él –“el motor de mi vida”, lo llegó a definir-, así como Eladio Magdaleno, el hombre que ayudó a Julio a rehabilitarse tanto físicamente como mentalmente. Uno de los aciertos de este enfermero fue regalarle una guitarra durante su convalecencia. En el propio hospital, Julio compuso ‘La vida sigue igual’, basándose en su propia experiencia y en la de otros enfermos que allí veían pasar el transcurso de los días, enfrentándose a sus tragedias particulares. Seis años después, en julio de 1968, la presentó al Festival de Benidorm, ganando aquel certamen. Luego vendrían los de San Remo, Viña del Mar o Eurovisión, en los que también participó con notable éxito. Y ahí empezó todo.
Paradójicamente, aquel accidente truncó su carrera como portero del equipo juvenil del Real Madrid, pero le abrió las puertas al mundo no menos sencillo de la música. A día de hoy, Julio Iglesias ha publicado más de 80 álbumes en 14 idiomas, vendido más de 350 millones de ejemplares y dado más de 5.000 conciertos en los cinco continentes. Pero si hay un punto de inflexión en su carrera es cuando en 1978 fichó por CBS Internacional y fijó su residencia en Miami. Ramón Arcusa sería su productor hasta 1995, convirtiendo en éxito todo tema que componían o que el cantante del Dúo Dinámico arreglaba y adaptaba. Alfredo Fraile hizo el resto hasta el 84. Alguien dijo que, en general, el triunfo es algo que no se suele perdonar con facilidad. Y si es en España, añadiría, menos aún.
Volviendo a la mala salud de hierro de Julio, resulta evidente que cumplir años cuando uno tiene averiada buena parte de su organismo desde la juventud no debe de ser sencillo. Es cierto que, en sus últimas actuaciones, precisaba tener cerca una banqueta en el escenario sobre la que apoyarse e incluso sentarse durante tramos del concierto. Con todo, mantiene su agenda para cuando el panorama que va dejando la pandemia se vaya esclareciendo. Y asegura, cuando le preguntan por su retirada, que va “a seguir cantando hasta que me muera y quiera la gente que cante. De Finlandia a China, si es preciso”. Y añade: “Mi reto ha sido siempre sobrevivir”. Como aquel Château Latour del 82 que un día regaló a su amigo Feliciano Fidalgo y que este guardó como oro en paño en casa, sin encender la calefacción para que no se estropeara. “Prefiero morir solo en la historia que acompañado en la mierda”, le confesó al periodista berciano en una entrevista insolente en el diario El País. A buen entendedor, pocas palabras bastan.