Herta Müller, la última premio Nobel, es una escritora difícilmente encuadrable en el paradigma postmoderno de la literatura. Es una escritora alejada de las nóminas al uso de narrativa europea.
Aunque residente en Berlín desde 1987, sus espacios imaginarios trabajan en la Rumania rural, en la Suabia de la que es originaria, en un mundo duro, desapacible, en el que los seres humanos, por sus condiciones de vida, casi se confunden con los animales. Un mundo real y vivido, contado con un lenguaje afilado, perturbador, que no elude lo escatológico, que se acerca a las raíces de la condición humana en situaciones límite. Compré hace un par de meses En tierras bajas y lo leí de un tirón. Ayer me hice con la edición en bolsillo de El hombre es un gran faisán en el mundo y espero no tardando mucho hacer lo mismo que con el anterior.
Herta Müller, que narra la experiencia vital de unos seres que trabajan de sol a sol, en la que la sexualidad bordea lo maldito, en la que la religión gravita como amenaza a veces, como salvación otras, que cuenta un mundo en el que las infidelidades y los hijos “ilegítimos” forman parte de lo cotidiano, una existencia regida por el ritmo de las cosechas, por los funerales y los entierros, por el frío y la nieve y la suciedad y el barro, por el amor y por la crueldad. Un universo limitado, asfixiante, pero… lleno de una pavorosa actualidad: no sólo porque todavía, en la Europa del siglo XXI, sobre todo en la del Este, existen territorios, aldeas, pequeños pueblos en los que ese mundo vive más allá de la ficción, sino porque en los relatos de la Müller también respira la realidad que se vive (con las lógicas diferencias culturales) en tres cuartas partes del planeta.
Casi de manera simultánea, leí El caballo de cartón, de Abel Hernández, testimonio poético de un mundo desaparecido que en los años 50 y 60 no mostraba grandes diferencias con el que nos cuenta la premio Nobel y al que dediqué no hace mucho una entrada en este blog. No volveré a ese libro, pero sí viajaré con la imaginación a las tierras y pueblos abandonados de los que en él nos hablaba Abel. Y lo haré de l mano de un poeta mucho más joven que Abel Hernández y bastante más joven que Herta Müller: Fermín Herrero, soriano, nacido en 1962 en Ausejo de la Sierra. Para abrir boca, aquí reproduzco uno de los poemas del libro al que me referiré a continuación.
En el silencio de los pueblos se desmoronan
las paredes de adobe. Qué se podría hacer,
todo, todos se fueron, se fueron yendo
a la ciudad y todas sus muertes juntas
siguen aquí. Y también sigue aquí el castaño
y la fuente, la iglesia, los olmos muertos, los cerros
y la loma. Y también un ramal del nublado
que se volvió, cargado de pedrisco, y el gancho
que arrastraba hasta el banco de matar
a las cochinas. No debo interpretar sus silencios.
Fermín Herrero es un poeta de honda lírica, un escritor que aúna lenguaje y conciencia crítica, que no huye de la memoria y que tiene en el mundo rural que conoció de niño un referente que perdura de un libro a otro. Viene esto a propósito de un breve e intenso poemario que acabo de recibir: De la letra menuda es el título. Algo más de medio centenar de poemas cortos en los que muestra la memoria de un mundo deshabitado, que hoy solo pueblan fantasmas –entre ellos, el fantasma del poeta niño-, en el que la nieve, el viaje, la lluvia, los atardeceres, el vuelo de los pájaros, la vida intensa y mínima del matorral o del viejo álamo conforman una realidad que, en el fondo, es la metáfora del mundo, de un mundo que ya no existe (o que sí existe, no hay más que internarse en la Soria profunda, tierra de origen de Herrero).
He visto en los poemas de De la letra menuda un complemento silencioso de los relatos de la Müller, un caleidoscopio de emociones y de evocaciones que tocan universos pequeños que, todos, alguna vez, hemos conocido. Su lectura me ha permitido reconstruir experiencias que suelo recobrar cada vez que viajo, en coche, por las estrechas carreteras que, en nuestro país, se internan en las comarcas menos habitadas, incluso en el Madrid de la llamada sierra pobre. También cuando lo hago en tren. Siempre me ha fascinado ver, a lo lejos, ruinas de viejas aldeas, de pueblos que tuvieron vida y esplendor décadas antes, pequeñas torretas o campanarios de los que huyeron hasta las cigüeñas. Esos mundos (mejor dicho, la pequeña y gran historia de esos mundos) han cobrado vida estos días (metido en una polémica, por cierto, sobre el fragmentarismo y la propuesta "nocilla") al leer a Fermín Herrero. Cierro con otro poema del libro:
Con trapos viejos y un caldero tan abollado
como su edad camina muy despacio hacia
la casa abandonada donde guarda
los tiestos en el tiempo malo, al calorcejo
de aquella habitación tan calentita
donde tres veces diera a luz y una
amortajara a su difunto. Va a regar
los geranios. El año pasado heló
tanto que ni al abrigo aguantaron, a ver
los nuevos. El caldero abollado, la tos seca.