Frente a la colina de la Alhambra y del Generalife, el cerro de San Miguel enmarca el último tramo del valle del Darro y de su Vega. Se trata de un paisaje absolutamente próximo y vinculado a la ciudad, natural y salvaje a la vez, pero convertido en espacio residual, casi marginal, en el que se acumulaba toda clase de basura y escombros. Es también un espacio de transición hacia la ciudad nueva, una ciudad hecha de casas adosadas que toca levemente, en medio de su desorden, los restos incompletos, fracturados de la muralla nazarí.
El vacío del Cerro del San Miguel es una articulación entre dos territorios, una loma desnuda que, cargada de tiempo y de historia, vincula la ciudad a su geografía. Lo que representaba un límite defensivo y organizativo de la ciudad ha cambiado por completo de significado y, sin embargo, sigue sirviendo como guía de lectura de un modelo urbano. El proyecto preserva este paisaje, necesario para la comprensión de la ciudad en la estructura montañosa que la determina, acometiendo una limpieza conceptual y física de su entorno.
Para ello, se sustituye la acumulación de deshechos por plantaciones de pitas y chumberas, restaurando también la fachada de la Ermita de San Miguel Alto y mejorando las comunicaciones que la conectan con la ciudad. De este modo, se restaura el empedrado en aquellos tramos donde existía, se emplea un pavimento blando de tierra apisonada en las zonas carentes de pavimentación y se resuelve mediante escalinatas de piedra los tramos de mayor desnivel.
La restitución mural, propuesta como segunda fase de la intervención, tiene como fin dar continuidad visual (especialmente en una visión lejana) al lienzo de muralla, redefiniendo el límite histórico perdido y protegiendo los restos originales. Desde lejos, la parte nueva entona su aspecto con el resto, respetando su secuencia lineal, mientras en una mirada corta, se diferencia rotundamente del muro original.
La intervención cierra la brecha que desde el siglo XIX hiere la muralla nazarí, construida a principios del siglo XIV, mediante un apósito exterior que se adapta estrictamente a su grosor sin tocar los restos históricos, garantizando así su óptima conservación.
Estructuralmente, la presencia masiva y maciza se hace innecesaria, por lo que su interior se convierte en un espacio vacío, auténtico punto singular del proyecto: un pasaje calado que nos permite caminar dentro de la muralla, un misterioso umbral que conecta dos zonas de la ciudad históricamente diferentes, evocación de la Granada subterránea y, al mismo tiempo, de los corredores de guardia de los recintos defensivos.
En la nueva muralla, un sencillo apilamiento de lajas de piedra dejan, al disponerse unas sobre otras, una serie de mínimos huecos aleatorios que, desde el interior, permiten volver a mirar la ciudad. Una mirada contemporánea, fragmentada y cambiante que recrea la visión que se tiene desde las celosías de la Alhambra. Una colocación natural y respetuosa de la nueva arquitectura junto a la antigua que garantiza, de alguna manera, que las ciudades puedan seguir enriqueciendo y construyendo activamente su tradición arquitectónica.