Revista Opinión
Publicado en el diario Hoy, 22 de agosto de 2011
Un muro no es tan solo una construcción o un artificio humano; posee una dimensión connotativa, que nos remite, más allá de su funcionalidad, a la intencionalidad de aquellos que lo levantaron. Sin embargo, nada nos impide hablar del muro desde un punto de vista puramente técnico, atendiendo solo a criterios de diseño y construcción. Tiempo atrás, los muros se fabricaban de arcilla, barro y madera, sostenidos por sogas elaboradas con plantas; pero pronto se desecharon estos materiales porque no eran resistentes a la lluvia, el frío y demás agentes externos. Estos dieron paso a los muros de piedra y adobe. Hoy, el hormigón y los nuevos materiales permiten agilizar el proceso y reducir costes. Los expertos suelen diferenciar entre tres tipos de muro: el muro de carga, que deberá soportar pesos de compresión; el muro de contención, que soporta presión horizontal; y el muro divisorio, cuya única función es aislar y separar. Este último es el único que se define teniendo en cuenta la intencionalidad del cliente y no la funcionalidad del mismo dentro de una edificación determinada. Un muro divisorio no posee ninguna relación con el resto de la construcción, no es una parte integrada en un todo. Posee individualidad y autonomía; su potencia reside en su fisicalidad, su virtud (según se mire, también su defecto) reside en su capacidad de delimitar o discriminar dos o más espacios, sometidos cada cual a una propiedad o función diferentes. El muro establece con su presencia -a lo largo y alto de su perímetro inabarcable- una frontera, una mitosis humana, la delimitación de roles, estratos, clases, dominios, funciones, rentas, religiones, ideologías, etnias, culturas.
La pared es la versión más cotidiana de los muros divisorios. Las modernas viviendas de clase media copiaban el modelo seccionado de las edificaciones privadas y públicas de la clase alta. La pared de las viviendas es un reflejo del carácter funcional y de la estratificación sociopolítica de una época determinada. Las primeras viviendas carecían de paredes divisorias, consistían en un único espacio abierto en donde toda la familia compartía su vida y actividades. Igualmente, la iglesia protorománica dibujaba un espacio sin divisiones, en donde todos los fieles compartían una misma fe; siglos después, el altar se elevaría, connotando la diferencia entre los fieles y el sacerdote, entre Dios y sus hijos. La arquitectura se pondría al servicio de una estructura social verticalista. Pero fue a partir de la modernidad, con la aparición del concepto individuo y sus derechos, cuando aparece en escena un elemento ausente en la función de las edificaciones: la intimidad. Y hasta hoy. La vivienda se convierte en una propiedad y en un refugio.
Por poner un ejemplo: si preguntásemos a una pareja en busca de vivienda y con posibles qué prefiere, si un adosado o un chalé independiente, es de esperar que su elección estuviera a priori y a posteriori muy clara. La búsqueda de un espacio exterior que nos facilite la intimidad, el confort, la independencia y la no injerencia de otras personas es, sin embargo, una necesidad cultural; no siempre fue así. De hecho, aún podemos hablar con ancianos que vivieron en casas con un único espacio colectivizado, que venía a hacer las veces de cocina, dormitorio y salón. Si salimos de nuestro país y decidimos correr mundo, nos sorprendería la cantidad de personas que viven aún bajo estas condiciones, ajenas al modelo occidental. La vivienda moderna es un fiel reflejo de los roles sociales que representan sus inquilinos. La arquitectura no hace sino reflejar cómo se ven a sí mismos los individuos de una sociedad y cómo perciben las relaciones con el resto de sus congéneres.
Atendiendo exclusivamente a aspectos sociopolíticos, podemos hablar de muros que fueron construidos intencionadamente para separar familias enteras, sociedades con ideologías dispares, o para evitar el contacto entre unos individuos y otros. El ejemplo más revelador de este tipo de muros lo representa la cárcel. Sus muros externos delimitan la frontera entre la libertad y la reclusión, entre el mundo civilizado y su anverso distópico. Una cárcel, desde el punto de vista arquitectónico, no integra al preso dentro de la sociedad; al contrario, lo aísla, estigmatiza su identidad, lo separa del resto, remarcando su tacha. Por mucho que una cárcel intente emular la escenografía de una sociedad equilibrada, no deja de ser un artificio. El muro establece una brecha psicológica difícilmente cauterizable. Por el otro lado, desde fuera del centro penitenciario, tiene lugar un mecanismo similar; nos sabemos protegidos. El muro opera de escudo contra la amenaza que representan los presos y, a su vez, nos tranquiliza, confirmando nuestro posicionamiento del lado correcto (entendido desde un punto de vista moral y legal).
Pero quizá el arquetipo que mejor ejemplifica la voluntad humana de segregar, discriminar, aislar, es el muro político. Este tipo de muros son quizá de los más lesivos y crueles que existen. Pretenden establecer fronteras auspiciadas por la legalidad vigente que impidan que los que están al otro lado traspasen el muro, y en algunos casos incluso viceversa. El primer muro no físico nació con la llamada soberanía nacional, que aseguraba la no injerencia externa y el nacimiento de los Estados modernos. Con la aparición de acuerdos internacionales, este modelo clásico de soberanía fue reformado. Un ejemplo es la construcción de Europa como una casa común, sin muros, que pese a las diferencias culturales, mantiene compromisos colectivos que intentan beneficiar a todos. Las fronteras se abren y permiten el tránsito libre de personas. Por lo menos en teoría, ya que desde hace una década viene instalándose en Europa un pensamiento conservador que pone al inmigrante como culpable de los males económicos. La Europa libre corre el peligro de crear nuevos muros que la protejan de su propio miedo.
Se cumple medio siglo desde que un 13 de agosto del 61 la República Democrática comenzara a construir un muro de hormigón que llegaría a alcanzar una longitud de 47 kilómetros y una altura de 4 metros (suficiente como para no ver más allá, como para sentirse encarcelado). La intención no era defensiva, sino de contención; la República Democrática quería impedir por todos los medios que su ciudadanía se pasase a la República Federal. Esta estrategia fue del todo estéril; en 1989, como guinda de un proceso metastásico que se resistía a morir, el Muro de Berlín cayó por su propio peso. Este muro es un ejemplo vivo de su inutilidad y del daño que este tipo de fronteras políticas pueden provocar en la población. Miles de familiares y amigos obligados a no volver a verse en 28 años y a recordarlo cada vez que flanqueaban este siniestro muro.
Este recordatorio debiera servirnos de aviso a navegantes, y llevarnos a reflexionar acerca de los muros (visibles e invisibles) que se levantan sobre nosotros o cualquier otra sociedad a diario: muros culturales y religiosos, muros económicos, muros ideológicos, paredes enormes que alientan y perpetúan la injusticia. No olvidar la Historia es una buena forma de no volver a repetir aquello de lo que no nos sentimos especialmente orgullosos.
Ramón Besonías Román