“¡Vamos, que viene el agua! ¡Trae más arena!”. El que grita es mi hijo de cuatro años.
Tener niños cambió por completo mi concepto del plan de playa. Antes, en toda la mañana, como mucho me levantaba a remojarme los pies o a dar un paseíto. Ahora ya no sé ni para qué me molesto en extender la toalla.
Una de las cosas que más le gusta a mi hijo es hacer muros en la orilla. Pretende parar el mar. Lo vive con mucha intensidad. “¡Deprisa! Más arena”. Ahí está él, con la pala en la mano, la gorra en la cabeza, y el cuerpecillo untado de crema. Él manda. Yo sólo soy su mano de obra barata.
¿Y qué hago entonces? Miro a esa madre, ideal ella, de pie en la orilla, con el peinado impoluto y sin un grano de arena en la piel. Sus hijos juegan o se aburren solos. Ella charla o contempla el mar en paz. Seguro que ya les ha explicado que el mar no se puede parar con un cubito y una pala. Pero no. Yo no soy así. Nunca lo seré. No estoy genéticamente programada para ser ideal.
Total, que voy y corro a por arena seca. Y sí, ahí estoy yo, una señora hecha y derecha, a cuatro patas, llenando el cubo como si me fuera la vida en ello. Estoy llena de arena. Culpa del aceite solar ése que me he echado. Me siento asquerosa. ¿Qué hago yo así, en esta postura? Me hace un culo enorme. ¿Dónde quedó mi dignidad? Por Dios, que no se cruce nadie conocido. Creo que se me está viendo una teta. No quiero ni mirar a la madre ideal. Venga, más arena.
Mientras, mi hija pequeña busca algo que comer en la playa. Empezó con la arena, pero se ha sofisticado. Ahora prefiere las algas. Pego un grito y la peque suelta lo que se estaba llevando a la boca. Qué asco. La madre ideal estará flipando. Que le den. Yo, a lo mío. A llenar el cubo.
Un muro de arena para parar el mar. En el fondo, esto es la vida misma. En la oficina también me he encontrado con alguno de estos proyectos absurdos abocados al fracaso desde el primer día. Y con un auto-denominado líder con aires de grandeza que no se entera de lo que pasa. Pero allí no me arrastro por la arena, eh, que una tiene su amor propio. Si estuviéramos en el trabajo, iría despacito con mi cubo, poco a poco, recogiendo la arenita con una palita para no mancharme. Ahora que lo pienso, tal vez ese jefe tenía una madre como yo, una que nunca se atrevió a decirle que el mar no se iba a parar con un poquito de arena, una que se tiraba al suelo como una loca. ¿Estaré creando un monstruo?
Pero no hay tiempo para divagar. Esto no es el trabajo. Es la vida. Y el que manda no es un jefe incompetente, es mi hijo. Así que hay que darlo todo. Venga, que ya está subiendo la marea.
Al final del día, el mar siempre gana. “Hoy casi lo conseguimos mamá. Mañana lo intentamos otra vez pero tienes que poner más arena más rápido”. Claro que sí. Digo yo que algún día se dará cuenta de que no podemos parar el mar así. Si no, al final tendré que hablar seriamente con este niño. Pero ahora no. No este verano. Por que qué más da que gane siempre el mar. Con lo bien que nos lo pasamos.