Qué inquietantes pueden ser (y cuántas zozobras pueden causarnos) las distopías, sobre todo por el hecho turbador de que nos obligan a interrogarnos acerca de la sensatez o estulticia de los derroteros que estamos trazando (o permitiendo que nos tracen) en el mundo: bastará con invocar el 1984 de George Orwell o películas como Terminator para comprender a lo que me refiero. No resulta aventurado afirmar que el futuro, antiguamente esperado o dibujado con ilusión (porque nos iba a llenar la vida de comodidades y eliminar enfermedades e injusticias), ahora es aguardado con desconfianza e incluso con atisbos de pánico: las tropelías que ejecutamos sobre el medio ambiente y el cáncer de una tecnología aparentemente desbocada ayudan a pintar de negro el panorama.
Pedro Homar, en su contundente novela Muros y vanos (Malas Artes Editorial), explora narrativamente un siglo XXII cuyas luces no son desde luego halagüeñas: el sistema jurídico mundial se ha unificado (Jurditek) y el Estado, amparándose en una hipertrofia demoledora, decide incluso la esperanza de vida de cada ciudadano, dictaminando de forma inapelable quiénes merecen un alargamiento artificial de sus existencias y quiénes, por el contrario, reciben unas amables pastillas suministradas por equipos de asistencia al suicidio. Existen también en ese futuro unos nanodispositivos inhalados que sirven para el control social. Y una red neuronal universal que controla de forma ecuménica a la población. Huelga decir que los que se resisten a ese control sobreviven en guetos extramuros y, como es lógico, quedan excluidos de la prórroga vital. Aparentemente, se está en la verdadera era dorada de la civilización (“Sin fronteras ni ejércitos, sin monedas, sin hambre (¡un mundo sin hambre!). El cambio climático es cosa del pasado, industrias contaminantes ya casi no hay, a nadie le preocupa ya acceder a una vivienda”, p.29), pero resulta inevitable temblar ante los mimbres con los cuales se teje dicha civilización. Mientras tanto, en un lugar bien protegido, se custodia un haiku misterioso, que puede hacer tambalearse los cimientos de ese orden.
Una obra que produce desazón y, sobre todo, vértigo, porque nos abre la mente a exploraciones y futuros que inquietan, que nos centrifugan las neuronas y que, de paso, nos obligan a reflexionar sobre la condición humana (reproduzco una sola cita, extraída de la página 113, que constituye un retrato de primera magnitud en los planos psicológico y sociológico: “Me pregunto si no radicará justo en esto el poder de persuasión de los dictadores, en que los humanos necesitamos que los inhumanos nos guíen. En lo atractivos que nos resultan los planteamientos en claroscuro, y en cómo la ausencia de lo que consideramos debilidades (la duda, la incerteza, la zozobra) ilumina cualquier decisión y nos atrapa. Instintivamente buscamos las carreteras rectas y lisas, las marcas viales bien definidas, franjas negras sobre fondo blanco. Geometría. Claridad pedimos al futuro, y nos abandonamos a quien nos promete un día sin brumas”).
Tan interesante como turbadora.