Revista Cultura y Ocio
Por José Miccio
Crítico de cine y música, docente
El rock argentino del siglo XXI se llama Pez. Trece discos en quince años. De Frágilinvencible a El manto eléctrico. Y un montón de canciones para guardar en el cajón que más importa: el de las cosas que nos sacuden el alma y nos ayudan a entender o dejar de entender por fin lo que nos pasa.
El universo de Pez tiene una extraordinaria densidad rockera. Salvo el reviente (desterrado ya en su primer disco) no hay relato del rock que no tenga su lugar. La independencia económica y artística, la habitación adolescente, la huida de casa, la inquietud existencial, la fortaleza anímica, la contracultura, la ecología, la tecnofobia, el existencialismo, el romanticismo lumpen, la ciudad que ahoga y fascina, la mística oriental, la nena. Todo tiene en Pez un eco, una tradición. En “La gota” está “Canción para mi muerte”. En “Maldición”, “Dale gracias”. En “Y las antenas comunican la paranoia como hormigas”, “Contra todos los males de este mundo”. En el librito del doble en vivo - “2 CDS, 29 canciones, ningún hit”- Minimal dice que “Desde el viento en la montaña hasta la espuma del mar” es Pez jugando a Crazy Horse, y que “Sus alas no vuelan, ya no pueden volar” es Pez jugando a Floyd. En “Cassette” la adolescencia está contenida en los Crass y en TSOL. En “Los lados B” la infancia está en la palabra Kiss. Y así con todo o casi todo. Porque no hay en Pez sino folklore, en el sentido -“raíz ancha”- que le da a la palabra “Por siempre”, la maravillosa canción que abre su disco de 2004 (Folklore, justamente).
Pero -evitemos confusiones- la discografía de Pez está muy lejos de ser un mero catálogo o un refrito de lugares comunes destinados a la identificación simple. El rock no es para Pez (sólo) repertorio, teatro e institución: es un código de límites indetectables para la educación estética y sentimental de los espíritus inquietos. En otras palabras: una música para las almas sensibles. Es obvio, pero recordarlo no está mal: la importancia de los discos no se mide en unidades contables. Se necesitan medidas de intensidad. Todos lo sabemos: hay discos-experiencia. Misiles que te meten en la pieza, que te llevan al garaje, que te sacan de casa para siempre. Pez habla de esto a cada rato, pero nunca con tanta claridad como en el díptico “Roma”-“Refugio”, de El porvenir. En “Roma” la canción verdadera no es la que pauta la radio (el lenguaje es anacrónico) sino la que estalla en la pieza. En “Refugio” el alma sensible realiza dos movimientos. Primero se encierra en su habitación para escuchar música e imaginar mundos imposibles (gran detalle de la letra: es en un momento instrumental que eso sucede, no cuando la canción dice sino cuando deja de decir). Después abandona el hogar donde gritan Tomás y Raquel (otro gran detalle, esta vez cotidiano, como el “Verónica ríe” de Cantilo en “El bolsón de los cerros”), listo para formar una banda de rock. Tal vez una como Pez, que trata temas complicados.
Alguien sufre, se ata a eso que lo lastima, canta la angustia impiadosamente, se da ánimo. El existencialismo rocker de Minimal viene de lejos. Es feroz y luminoso, porque el rock lo quiere así. Sucede desde siempre: los discos más oscuros (con las excepciones del caso) no nos ponen frente a nuestros propios tormentos sin ofrecernos a la vez un escudo insuperable con el que enfrentarlos. Andá (vení) que vas a volver, nos dicen. El riesgo es la sensibilidad, no la vida. Este drama es permanente en Pez, y adopta cientos de formas. El título más categórico al respecto es Frágilinvencible. En el conceptual y apocalíptico Volviendo a las cavernas la humanidad se inmola en el vino envenenado que toma con tanto gusto pero el mundo aparece otra vez en plenitud para la familia que en el sobre interno mira desde la cueva, lista para empezar otra vez. Si de imágenes se trata, hay una especialmente atractiva. El dibujo de tapa de Folklore (obra de Alejandro Leonelli) se llama “Lo que crece y se mueve progresivamente es derretido por el caos que baja y se abre camino sin armonía”. Pues bien, a esta amenaza Pez no deja de oponerle un movimiento de sentido contrario, cuyo dibujo podría llamarse: “Lo que baja y se abre camino sin armonía es detenido por lo que crece y se mueve progresivamente (o mejor a los saltos)”.
Toda la discografía de Pez es un escenario para el enfrentamiento de estas fuerzas. En “Todo lo que ya fue” gana lo que baja, en “Phamton Power” gana lo que crece. Pero el reparto no es parejo (y no hay empates, por supuesto, aunque sí fotos de la lucha indecisa, como “Rey, verdugo y esclavo”). Esto es rock, y en el rock triunfa lo que va para adelante, incluso (sobre todo) cuando las imágenes más poderosas no resultan las de la salvación sino las de aquello que nos acosa y lastima. A los rockeros les gusta Burroughs, pero al rock le gustan los clásicos, el romanticismo y los cuentos de hadas. El patito feo con una guitarra puede ser Pete Townshend. El adolescente sensible pasa de maricón a jinete en la tormenta. Es bien sabido: hace falta un príncipe que termine con el villano, pero sin villano no hay interés, ni drama verdadero, ni catarsis. Pez hace canciones como conjuros y exorcismos: hay que traer al demonio para espantarlo.
La mejor reflexión de Pez sobre esta disputa entre lo que oprime y el espíritu que da pelea es “Maldición”. La canción (segunda de Folklore) presenta la angustia con una pregunta-ruego (“¿Cuándo va a parar?”), recorre sus manifestaciones en frases límpidas, de dominio público (la falta de respuestas, la almohada que te abraza, las piernas flojas, la fórmula de rendición “todo es una mierda”) y finalmente hace entrar en escena a su antagonista (la resistencia anímica, el príncipe), luminoso y herido: “Pero un guerrero siempre avanza/ y en la punta de su lanza/ brilla el sol mientras no deja de pensar en:/ ¿cuándo va a parar?”. Es el optimismo del desesperado, incluido en una estructura circular que lo condena (que lo invita) a luchar sin vencer. Sísifo en versión Camus: hay que imaginar al guerrero feliz. “Saber que perdimos nos hace ganar”, canta Minimal en “20 días sin dormir”. Y en “Bettie al desierto”: “Ahora que ya es tarde/ Bettie vuelve a empezar”. En la tapa de El porvenir hay un viejo. Título para estas aventuras del alma rocker: “Haciendo real el sueño imposible”.
Hay otros pares en Pez, además del que forman lo que te detiene y lo que te empuja a continuar. Por ejemplo, persistencia y fluidez (un valor absoluto, asociado siempre a la calma y al mar). O este otro, afín pero no equivalente: identidad y devenir. Algunas canciones hablan de ser uno mismo, otras de perder la conciencia (nunca por medio de drogas), emanciparse de la física, fundirse con la naturaleza. De un lado: esto soy, esto hago, esto sé. Del otro: muto, me abrevio, me vuelvo inconsistente. En otras palabras: hay en Pez voluntad y mística. Autoafirmación y arrebato. Dos de sus covers: “I’m Not Down” de los Clash y “Parvas” de Almendra.
Todo esto sucede fundamentalmente en el lenguaje. Pero en una canción el lenguaje no depende de sí mismo. Minimal no escribe poemas (igual que Spinetta, igual que Solari). Un equívoco literaturista impide pensar en “Que me pisen” a la hora de identificar grandes letras de rock en castellano. O en “Juana de Arco”, esa maravilla de los Ratones Paranoicos. Pero lo cierto es que hay más arte en el “La-la-lala-la” de Juanse que en las profundidades a las que aspiran unos cuantos. No se trata -más vale- de que las letras no importen: se trata de que su poder depende casi todo de la música que lo hace posible. Una canción de rock dice antes que nada: Yo no digo, yo sueno. Y luego sí, una vez atrapados por el sonido, las palabras pueden resultarnos poéticas, volverse consigna o tatuaje, llegar a nosotros con una plenitud que parece provenir solo de ellas. Es inútil desestimar su energía. Copiamos pedazos (de letras) de canciones en la carpeta del colegio, en la agenda, en las remeras, en la pared, en el placar, en los libros, en las tarjetas que acompañan los regalos de amor. Pero es la música que subyace al recuerdo de la letra lo que determina su fuerza emocional. ¡¿Escuchaste lo que dice?! viene después de ¡Escuchá eso! En Pez abundan las frases de fácil transcripción. Y momentos asombrosos como la oración con frase adjunta con la que empieza “Por siempre” (“Se van -el tiempo apremia y tienen que partir- las almas”). Como las canciones están a la altura de lo que pretenden no hay riesgo de fatuidad. Pero a veces algo se pierde en estos éxitos: esas iluminaciones de la palabra que no existen más que en el sonido, que no envían señales cuando leemos las letras en el sobre del CD o en la página del grupo, y cuya maravilla no se puede comunicar sino poniendo play y diciendo: ¡ahí! En el sauna eléctrico de Pez, por ejemplo, “Árbol, dame asilo” es un momento más bello y más poderoso que declaraciones que parecen funcionar por fuera de la música como “Sin justicia no hay luz/ sin furia, libertad”, por recordar dos canciones del maravilloso El sol detrás del sol (“Desde el viento…” y “Tristezas del sur”).
Difícilmente alguien copie en su carpeta ese instante de gloria, cuya emoción inmensa se sostiene toda en el sonido. Pero es lógico: nadie nunca prefirió llevar encima “Luna loba dedo cal” en lugar de “Mañana es mejor”. Lo que importa es otra cosa: el hecho de que lo que nos hace anotar las palabras no está todo en las palabras sino en eso que no podemos anotar (la música tiene una escritura, por supuesto, pero el tema es otro). En el caso de Pez, que cambia y cambia, que se hace folk en Hoy, que se hace hard en Volviendo a las cavernas, que se hace progresivo en Folklore, que se hace punk en Pez, que se hace folk, hard, progresivo y punk en cualquier momento, incluso en una misma canción, en el caso de Pez, decía, lo que importa antes que nada es la brillante combinación de (presuntos) opuestos que conforma su sonido y el talento compositivo y vocal de Minimal. La voz decide buena parte de la fortuna de una canción: es el espacio en el que la letra y el sonido se vinculan y discuten. Se trata de un arte difícil, imposible de evaluar en términos de afinación. (Palo canta mejor que Aznar. Aznar es incapaz de pifiar una nota). La voz delicada de Minimal le hace bien a sus letras tremendas. O mejor dicho: hace a sus letras tremendas. Es como si Baglietto fuera punk y escribiera en plan Rimbaud.
Se puede decir: Pez toca sinfónico con fiereza punk y punk (en su fenomenal disco homónimo de 2010, por ejemplo) con profundidad sinfónica. Y también: si no fuera una banda genial sería una banda horrible. No una bandita más. No una de esas que: Sí, está bien, tienen lindas cosas. De ese límite delicado que separa a veces lo excepcional de lo insufrible (de ese riesgo mayúsculo) deriva buena parte de su excelencia. Las canciones más inflamadas de Minimal son la prueba mayor. No hay nada más conmovedor que el aliento épico de “Desde el viento en la montaña hasta la espuma del mar”, “Espíritu inquieto” y “Al espacio”, tres canciones de pura intensidad. Si fracasaran, serían ridículas. Triunfantes, detienen el tiempo, como Neil Young en “Caballo loco”, el homenaje de Pez al líder de Crazy Horse. Himnos místicos y existenciales, van bien adentro. No al inconsciente: al corazón. Uno los canta como poseído, con los ojos y los puños cerrados, doblándose, haciendo muecas. El que mira de afuera al que se sacude así no ve más que payasadas. Desde adentro se siente como un arrebato, como si la canción te transportara y te dejara otra vez quieto, el mismo y otro, perdido y encontrado.
Señalé tres canciones memorables. Pero hay muchas más. “Y las hormigas…”, “Cassette”, “Los orfebres”, “Y cuando ya no quede ni un hombre en este lugar”, “¡Vamos!, “El viaje”, “Después de todo somos eso que ya no se puede ver”, “Faltan miles de años más”, “Sol, un fantasma en la ciudad”, la brillantísima “El manto eléctrico”. Debería añadir: sin olvidar las mencionadas previamente (“Maldición”, “Por siempre”). Y también: etcétera. Qué alegría. Pez tiene un montón de canciones que merecen un lugar en Escuchá esto si querés saber lo que me pasa y en Pfff, qué viaje, los dos clubes más selectos del rock. No hay en Argentina muchas bandas que se puedan jactar de semejante logro.
[Foto de Pez por Victoria Schwindt]