La veo pasar ante mí. Ese pelo largo y rizado, esa camisa blanca, esos shorts azulados, y esas sandalias con una flor amarilla...
No puedo dejar de observarla, de admirar su persona, cada detalle suyo me resulta como un imán que me atrae inevitablemente. Mi corazón está acelerado, me pide que vaya corriendo, la coja del brazo y le diga que no se vaya, que se quede. Pero el orgullo me lo impide.
Cierra la puerta, despidiéndose con las lágrimas que descendían por su rostro mostrándome el dolor que rompía su corazón y la tristeza que mataba a su alma.
Segundos más tarde de presenciarlo, decido salir a buscarla, esperando que aún esté tras la entrada, esperando. No obstante, no está ahí. Porque ese era el recuerdo de cuando la vi por última vez, hace unas horas.
Cuando aún estaba viva.