LUDWIG VAN BEETHOVEN
“El abuelo belga, cantante y director de la orquesta de cámara de la corte, y el padre tenor imponen los pentagramas; éste y una abuela se abandonan a la desmesura etílica. El niño es excesivamente serio para su corta edad, y entristece al enfrentarse a las debilidades de un progenitor que se escuda en cualquier rigorismo. Entiendo bien la frase del Beethoven adulto: “No reconozco en ningún hombre otro signo de superioridad que la bondad. Allí donde la encuentro está mi hogar”.
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Los historiadores consideran a Beethoven el mejor pianista de su tiempo. Lo mismo opina un chambelán que le costea los viajes a Viena y los cursos impartidos por Wolfgang Amadeus Mozart y Joseph Haydn. No obstante, al joven no le resulta fácil el trato con el esquivo Mozart o el paternalista Haydn, y las tres cimas del clasicismo se ignoran con orgullo. Como Ludwig ha estudiado literatura en la universidad de Bonn, busca el diálogo con Johann Wolfgang Goethe. Recibe otro desplante, y pienso que en las manos de Beethoven la decepción es buena afiladora de palabras: “A Goethe le gusta demasiado el aire de la corte. Más de lo que conviene a un poeta”.
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Los síntomas iniciales de la sordera de Beethoven se manifiestan cuando el músico tiene sólo veintiséis años. Cada nuevo día es un ladrillo del muro que le dificulta la comunicación. Pero en ese aislamiento se refuerzan las libertades artísticas y se produce la emancipación revolucionaria. Sobre todo al final, en el periodo de los Cuartetos de cuerda, una etapa que Victor Hugo acierta a definir: “Parece que vemos a un dios ciego crear soles”.
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Ludwig van Beethoven muere de una cirrosis tuberculosa. Si miro la reproducción del testamento redactado con caligrafía de insurgente, veo el fondo de su música.
FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Fragmentos del libro La nota rota; Hiperión, 2009)