Revista Cultura y Ocio

Música para un relato

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Música para un relatoEs una noche desapacible y extraña en la ciudad. Hace bochorno y la tormenta, que desde hace horas viene amenazando con caer, únicamente deja escapar unos goterones escasos y pesados que ensucian los parabrisas de los coches aparcados, como si estuvieran cargados de barro en lugar de agua. Un viento caprichoso, que sopla a rachas, remueve el aire caliente y cargado de polvo, como puesto a cocer en una marmita, y asfixia a quienes se atreven a respirarlo. Las farolas del alumbrado público lucen como cálidas y lejanas luciérnagas en la oscuridad huérfana.

Una mujer guapetona, vaqueros desgastados, camiseta negra y bolso pequeño, avanza pegada a las deprimentes fachadas de ladrillo de los edificios, que están sucias de pintadas y carteles viejos, descoloridos por el sol y ajados por la lluvia. Camina deprisa, con la cabeza agachada, huyendo del agua, del polvo y de la basura que el viento arrastra y desplaza de un lado para otro. Al llegar a la esquina, hay un local que parece abandonado, pero la mujer empuja con fuerza la desvencijada cancela del portal y entra. El interior está oscuro y las paredes mohosas y salpicadas de desconchones.

Las escaleras son estrechas, con pasamanos de obra y peldaños de terrazo. En el rellano del segundo se detiene ante la última puerta y, casi a tientas, intenta meter las llaves en la cerradura. Lo consigue al tercer intento, guiando la punta de la llave con la yema del dedo índice. Enciende la luz y echa un vistazo pero hay nadie. El piso es pequeño: pasillo estrecho, salita, dormitorio, cocina y retrete. En el fregadero están los platos sin lavar de la cena del jueves. La cama está deshecha, como siempre que ella no se la hace. La mujer se mueve con lentitud por el reducido espacio, observando cada detalle con ojo policial. Muebles de escombrera, náufragos de contenedor, amenazan con comerse el espacio libre. En una estantería atiborrada de libros, revistas y viejas casetes reina un caos irreversible. Hay una radio sobre un pequeño anaquel, la enciende y sintoniza una emisora. Suena la voz de Manolo García, El último de la fila, cantando su Insurrección. La mujer se sienta en el sillón de la salita, que tiene la tapicería curtida por el uso, y apaga la lámpara. Se recuesta sobre el respaldo del sillón, cierra los ojos intentando concentrarse y tamborilea con los dedos sobre el reposabrazos, siguiendo el ritmo de la música, “barras de bar, vertederos de amor”. Quiere pensar con claridad sobre todo lo que ha sucedido esa tarde, pero no puede. Él tiene que llegar, lo ha citado allí y sabe que vendrá, y que vendrá antes de la hora. Pero ¿y después?, ¿le faltará el valor?, ¿será como otras veces? dí, mujer, tendrás coraje. Así que deja que la inunde la rabia, una rabia  sorda que crece en su interior, y sigue creciendo y se hincha y la va llenando como si fuera un globo.

El trallido de un rayo la sobresalta. Ha caído tan cerca que parece como si el edificio se hubiera rajado en dos. Unas chispitas azules culebrean por los enchufes, cortando en seco a las últimas estrofas de la canción. La mujer se acerca a la ventana, moviéndose con lentitud, cortando el aire estancado y sólido que se cierra tras ella sin circular. El viento zarandeaba las copas de los árboles y golpeaba los cristales. Al fulgor de los relámpagos destacan los contornos de los edificios cercanos y el perfil de la ciudad asoma contra un cielo cada vez más oscuro. Las farolas vuelven a lucir y, tan súbitamente como se apagó, la radio modula una nueva melodía, El ataque de las chicas cocodrilo, retumban truenos lejanos como el embate de un mar embravecido, has sido tú, la que me dio el mordisco, has sido tú, tú, tú.

La mujer vuelve a sentarse. De repente oye el motor de un coche. Tiene que ser él, piensa. Este barrio está casi desierto y no puede ver mi vehículo, que está escondido. Con un movimiento circular detiene la voz de David Summers y apaga la radio. Una claridad reticulada entra a través de la persiana, que deja el piso en una penumbra crepuscular, pero sus ojos ya se han acostumbrado. De su bolso saca un artefacto oscuro, pesado y dramático, y lo coloca sobre su regazo con manos temblorosas. Te va a faltar el valor, te vas a cagar, piensa, pero no hay tiempo para más porque el coche se detiene justo frente al local, la puerta se abre y se vuelve a cerrar, sólida, con precisión, se nota que es un coche de marca. Es él, no hay  duda. Ahora es la cancela del portal, que chirría y a continuación escucha como sube las escaleras despacio, peldaño a peldaño, procurando no hacer ruido. Toda ella es un oído. Qué temes, mamón, si no hay nadie en casa, si sabes dónde está la caja: ven a buscarla de una vez. Ya siente sus pisadas sobre el terrazo del pasillo, cautelosas, sigilosas, y de repente un clic que la sorprende, ¿estará armado? Pero no, es una linterna, porque abre la puerta al primer intento y ve un haz amarillo recorrer el vestíbulo. Después la apaga y todo queda a oscuras. No tengas miedo, no puede verte, piensa ella, pero aún así lo tiene y no le falta razón porque hay algo que la alerta al hombre. Se detiene y husmea el aire como un podenco, ha olido el sudor acre y abundante, el olor de su propio miedo, y se queda inmóvil y tenso. Desliza una mano bajo la chaqueta y saca la pistola. Te preparas, ¿eh? Su respiración se agita y se mueve a tientas por el piso. Qué bien lo conoces, verdad. Ahora está a contraluz de la ventana y entonces ella enciende la lámpara de sobremesa, cuya luz lo pilla en una postura de ridícula, como de marioneta de teatro chino.

Dos disparos rompen el silencio.

La mujer abandona el piso sin pararse a mirarlo, baja la escalera, sale afuera y busca su coche que había aparcado en una calle lateral. Entra en el vehículo, lo arranca y enfila calle adelante. Por fin rompe la tormenta y la lluvia barre las calles de una ciudad anónima, llena de suciedad, de luces y gente extraña que purga las penas de una semana de curro. Lleva la ventanilla medio bajada y siente golpear en su rostro un agua caliente que emborracha los sentidos y envenena la sangre. Los limpiaparabrisas no dan abasto con la manta de agua que está cayendo. Una ambulancia grita a lo lejos, exigiendo prioridad para su delicado cargamento. Me voy a ir a casa, piensa, voy a prepararme la cena, a tumbarme en el sofá a ver esa peli de Ingrid Bergman donde se salva por los pelos y voy a descansar los pies, que los tengo hinchados como morcones. Y mañana será otro día. En la radio, la voz gastada de Aute anuncia que el día que se avecina, viene con hambre atrasada…

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