Como todas las tendencias de la creación musical, también la música religiosa persigue sus propias finalidades. Pero éstas no han sido libremente escogidas, sino determinadas decisivamente por las exigencias de la liturgia. El centro de toda la música religiosa católica debe ser siempre la renovación constante del sacrificio de la misa. La música en la Iglesia no tiene una finalidad en sí misma, sino que está subordinada a su propósito esencial y, de este modo, se convierte ella misma en liturgia.Para la expresión musical de la liturgia solemne de la misa existen dos series de textos: una de ellas se halla comprendida en el Ordinarium, constituido por las oraciones cotidianas, basadas en el Kyrie, el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Benedictas y el Agnus Dei; desde hace siglos, estas oraciones son resumidas en la denominación de Missa.
A la otra serie pertenecen los textos procedentes del Propium, o sea los textos del Introitos, Gradúale, Offertorium y la Commu-nio, que cambian según las fiestas; estas formas han dado lugar a una larga literatura de motetes. La misa se divide en un introito y la misa propiamente dicha, la cual se inicia con el sacrificio del pan y del vino. El introito ofrece muchos textos para su elaboración musical como son: el Gloria, el Gradúale, el Tractus, la Sequentia para determinadas fiestas, y el Credo. Al iniciarse la misa propiamente dicha, hay una tendencia a eliminar todo cuanto pudiera hacer más lento el desarrollo del Sacrificio.A esto se debe la limitación de los textos del Offertorium, Sanctus y Benedictus, destinados a esta parte; su escueta elaboración musical en las misas cantadas corresponde sin duda a esta misma necesidad. En el siglo XVIII, la música profana recuperó la delantera que le llevaba la música religiosa y la superó muy notablemente; efectuóse entonces una transformación muy señalada, en perjuicio del sacrificio de la misa: la liturgia fue comprendida como una ocasión propicia para conciertos. Y precisamente los cortos textos litúrgicos son ampliados en la composición de misas hasta tal punto que su extensión musicada equivale a la de un Gloria y hasta a la de un Credo. Del solo hecho de que la misa rezada constituye la norma, mientras que la missa solemnis, con solemne canto coral, es reservada para acontecimientos excepcionales, puede deducirse que en la composición de los textos litúrgicos la música debe atenerse al texto, ya que éste es el elemento fundamental. Las autoridades eclesiásticas han procurado siempre evitar el desbordamiento de las palabras por la música. Pero es un hecho que los más grandes maestros de la historia musical han escogido los textos litúrgicos como base de sus composiciones, probablemente porque —cuanto a forma literaria, en prosa o en verso— no hay tema más bello y sugestivo.
Desde el punto de vista del artista creador, puede muy bien comprenderse que del alma de los grandes maestros nacieran obras de arte de un grandioso valor propio, aunque a menudo no corresponden a las exigencias de su aplicación litúrgica, puesto que quebrantarían el marco de la misa. Entre las obras culminantes de este estilo hay que mencionar la gran Misa de Bach, la Missa solemnis de Beethoven, los Réquiem de Berlioz y de Verdi, y la Missa en fa menor de Bruckner. Pero, a pesar de sus características, estas obras solamente deberían ser interpretadas en los templos; la sala de conciertos las profana y les hace perder en grado sumo su solemnidad religiosa. Cuando un artista quiera escribir una misa, debe renunciar a una parte de su soberanía, sin cerrarse con ello el camino que lo conduzca a realizar una verdadera obra importante.
La Iglesia no es mezquina en sus exigencias. Precisamente cuando destaca el coral como ideal de la música religiosa —canto rezado u oración cantada— demuestra su comprensión del impulso creador del artista auténtico. El coral, en sus diferentes aspectos, llega gradualmente a un punto grandioso de plasma-ción musical: partiendo de un sencillo responso y del canto silábico, con sus bellas melodías y en el que podía también participar la comunidad de los fieles, va pasando a las melodías del Introitus —de una mayor riqueza, aunque siempre contenida—, las cuales exigen un coro bien preparado, y llega finalmente a la Ubre grandiosidad del Gradúale y del Tractus, este último reservado particularmente al solista. Hay que lamentar que se renunciara con el tiempo a este dominio del solista a consecuencia de la evolución de la música relig'iosa polifónica dirigida hacia la misa.El Gradúale, con el siguiente Alleluia, fueron un campo de experimentación muy explotado por los maestros del contrapunto incipiente (Escuela de Notre-Dame, etc.). El famoso decreto del Papa Juan XXII (1324-25) tendió a proteger el texto litúrgico contra un desbordamiento excesivo de los discantistas, y a valorar más el coral. Pero la evolución iniciada no fue contenida. El coral fue decayendo cada vez más; el intento de su restauración a comienzos del siglo xvn no es sino un síntoma en su línea descendente.