Revista Cultura y Ocio

Mussolini: ¡Machacad Barcelona!

Publicado el 17 marzo 2013 por Joaquín Armada @Hipoenlacuerda

El bombardeo de Barcelona del 17 de marzo de  1938

CUADERNO DE ROBOS (IX)

Tal día como hoy, un 17 de marzo de 1938, Barcelona sufrió el peor bombardeo de su historia. Los ataques de los bombarderos italianos habían empezado la noche del día 16 y se mantuvieron constantes durante casi 48 horas, hasta matar a casi 900 personas.  Los S-81 Pipistrello’ (murciélago) soltaban sus bombas por la noche. Los S-79 Sparviero’ (gavilán) cogían el relevo mortal por el día.  No había cazas republicanos y la poca artillería antiaérea parecía disparar fuegos artificiales. Los historiadores creen que Mussolini quería mandar un mensaje a la Alemania de Hitler, su nuevo vecino tras anexionarse Austria cuatro días antes con el impulso de un estornudo. O quizá a Francia, donde el socialista Léon Blum acaba de ser nombrado presidente y se enfrentaba al dilema de dejar pasar las armas soviéticas que necesitaba la República y estaban retenidas en los Pirineos.

Yo creo que Mussolini, ese histriónico que ya había arrasado Etiopía con total impunidad, sólo quería demostrar que podía paralizar una gran ciudad a través del terror, y que lo hizo por el placer de poder hacerlo. Casi logró su objetivo. Nunca antes una gran urbe europea había recibido un ataque semejante. En lugar de concentrar todos sus aviones en unos pocos ataques, la Aviación Legionaria montó un bombardeo en cadena, con pequeñas escuadrillas de 5 ó 6 aviones que dejaban caer sus bombas cada una, dos o tres horas. Así que después de varios ataques los barceloneses no sabían si la alarma indicaba el fin de un bombardeo o el comienzo del siguiente. El peor de aquellos bombardeos, el que causó la gigantesca columna de humo y polvo que ilustra estas líneas, fue el sexto. Ocurrió tal día como hoy, hace 75 años, a las dos de la tarde de un jueves maldito.  Pocos lo han contado tan bien como Marcos Ordóñez en su último libro, Un jardín abandonado por los pájaros.

Una noche de marzo, mientras jugamos al parchís, como todos los lunes, mi madre está a punto de  mover ficha pero el dedo se alza.Tal día como hoy, dice, “hace cincuenta años, tu abuela vio volar caballos por el cielo”. Pepita y yo levantamos la cabeza: eso se llama captar la atención, y era lo primero que enseñaban en las clases de oratoria. O de narrativa, para el caso, porque no hay oratoria sin narrativa (…) La mañana del 17, mis abuelos decidieron ir a Barcelona. Ella tenía que comprar aceite y azúcar. Todavía le quedaban cupones en la cartilla de racionamiento y no era cuestión de perderlos. Él se había dejado el violín en el Novedades. Así era la vida entonces, la vida en tiempo de guerra, la vida que seguía, tenía que seguir”.

Sería rápido, ir y volver. Calcularon el tiempo de que disponían las tres horas habituales entre cada bombardeo. Les dejaron un par de bicicletas y salieron de Molins cuando todavía era de noche. Mi abuela quería llegar antes de que abrieran las tiendas, para estar al principio de la cola. Quedaron en encontrarse luego en el bar Estudiantil, frente a la Universidad. Cuando mi abuela llegó a la tienda de ultramarinos que estaba en la esquina de la plaza de los Ángeles, había ya veinte o treinta personas esperando, y la cola ocupaba un buen trecho de la calle del Carmen”.

Ahora mi abuelo acaba de llegar al Novedades, en la esquina de Caspe y paseo de Gracia, y está hablando con el portero, que no deja de mirar al cielo. En las calles hay poco tráfico. Escasos coches y apenas algunos taxis. Bicicletas apresuradas, algunos tranvías y algunos camiones militares, como el que se ha detenido en el cruce de Gran Vía con Universidad. La cola del aceite se aviva: mi abuela está casi en la esquina de la plaza. Enfrente hay dos carros de la basura, tirados por caballos. Los basureros están haciendo una pausa y se pasan un cigarrillo de boca en boca. Mi abuela recuerda ese detalle porque, mezclado con el olor de las boñigas, llegó hasta ella el humo hediondo (fum de sabatots) de aquel tabaco paupérrimo, hecho de restos de colilla o de hierbas puestas a secar en hojas de diario, como el que fumaba mi abuelo entonces”.

Mi abuelo escuchó la sierena desde el camerino del teatro, con el violín en las manos. Los integrantes de la cola del aceite se echan al suelo como fichas de dominó. Mi abuela se lleva la cuchara de madera a la boca. Los caballos están enfilando la calle del Carmen en dirección a la Ronda. El camión militar está casi en la esquina de Gran Vía con Balmes. Se dirige al frente de Aragón y lleva cuatro toneladas de trilita (…) Mi abuelo ve venir los aviones y echa a correr hacia el paseo de Gracia, en dirección a la tienda de ultramarinos. Cuando suena la segunda alarma se queda inmóvil. Le obligan a tirarse al suelo. Abraza el violín como si fuera un bebé. En el silencio que sigue oigo crujir un instante la madera del estuche bajo el peso de su pecho”.

Mi abuela ve una bandada de palomas que echan a volar. La primera bomba cae en la plaza Universidad. La segunda impacta de lleno en el camión cargado de trilita, frente al cine Coliseum, donde ocho años antes vieron ‘El desfile del amor’. Fue una explosión tan salvaje que muchos creyeron luego que el Eje había probado en Barcelona un nuevo tipo de arma a la que llamaron ‘aire líquido’ (…) Mi abuela levanta la cabeza y ve las patas de los caballos volando por el aire como a cámara lenta, por encima de los terrados. Puedo escuchar los relinchos de los caballos, como una chirriante orquesta de sierras a todo volumen (…) Mi abuela intenta llevarse la mano a la cara y entonces ve unos extraños agujeros en la manga de su abrigo, como si unas polillas gigantes hubieran roído la lana. De repente, comienza a brotar sangre por los agujeros. La mano no puede llegar a su rostro. Piensa que se le ha dormido por el peso del cuerpo. Todavía no sabe que su brazo derecho cuelga de un hilo de carne. Rompe a gritar antes de desmayarse…

‘Un jardín abandonado por los pájaros’. Marcos Ordóñez. El Aleph Editores. Barcelona, 2013. 480 páginas, 20 euros.


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