Título: El Despertar de la Momia de Lenin (III)
Autor: Julio Martín Freixa
Portada: Julio Martín Freixa
Publicado en: Nov 2015
Enfundado en una poderosa armadura, la momia de Lenin es más que un temible adversario para Agatha Mandrake, Garland Faust y compañía ¿podrán nuestros héroes desbaratar sus planes?, mientras el Doctor Dröm se enfrenta a una muerte espantosa...
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Creado por Julio Martín Freixa
— ¡Prepárate, Agatha! —Exclamó Garland Faust—. Estos bolcheviques andrajosos están tramando algo. En efecto, el grupo de chapistas que momentos antes habían sido sorprendidos por la pareja de justicieros en pleno proceso de bruñido de la armadura, se agrupaba en torno a su líder. La momia de Lenin, ya enrocada en el interior de su armadura de fantasía, sonreía con labios exangües: —Ahorra vais a sufrir en vuestras carrnes capitalistas el verdadero poder del pueblo —amenazó—. ¡Al ataque, camarradas! Como si de un solo individuo se tratara, los doce operarios se acuclillaron al tiempo que entonaban una siniestra canción de su tierra. Repetían la letra cada vez más rápido, a la vez que, de brazos cruzados, proyectaban sus piernas hacia delante alternativamente, en una loca danza cosaca. La comitiva comenzó a desplazarse de ese modo hacia los lados de la sala, abriéndose en abanico para envolver a los justicieros. —No puedo creer que hayan escogido un momento como éste para ponerse a bailar —dijo Agatha, deslizando sus sais manga abajo hasta asir las empuñaduras—. Es tan... anticlimático. —No subestimes sus dotes artísticas, mon cher —contestó Faust—. He visto expertos luchadores de savate en la Francia que parecían patos mareados al lado de estos rusos. ¡En guardia! Los doce danzarines metieron entonces las manos en el interior de sus mandiles de cuero, extrayendo grandes cuchillos de doble filo. Se aproximaban cantando «Kalinka, Kalinka», sin dejar de mover los pies a una rapidez vertiginosa. En cuestión de décimas de segundo, los tenían justo encima. — ¡Oh, callaos! —Gritó Agatha Mandrake, recibiendo al primero de los letales danzarines con un perfecto blocaje, merced a su magistral dominio de los sais—. Así no hay quien se concentre... Agatha giró ágilmente sobre sus talones, derribando al ruso sobre la tarima y dejándolo desarmado. De un rodillazo en la cara lo dejó fuera de combate y se preparó para encararse con una pareja que la atacaba desde ambos flancos. Fintó hacia la derecha para escabullirse por la izquierda, y ambos chocaron violentamente en pleno do de pecho, dejando inconcluso su machacón estribillo.Faust empuñaba su espada llameante con el brazo demoníaco, despidiendo un resplandor azulado que le daba a su rostro un aspecto fantasmal. Ni siquiera esto hizo detenerse a los rusos, que se lanzaron sobre él en número de seis a la vez. Entonces, el monstruoso brazo de Faust describió un imposible arabesco en el aire, imponiendo a su espada encantada un trazado mortal que era imposible de seguir con la vista. Todavía titilaban las llamas azules, ahí donde la hoja había hendido el aire, mientras trozos sanguinolentos de los seis cosacos impactaban contra el suelo con un macabro chapoteo.Agatha se convirtió en un rayo plateado y letal, serpenteando entre los cuatro cuchilleros restantes, repartiendo su ración de muerte helada. Sus sais sajaron puntos vitales, de los que manaban torrentes de sangre ante las incrédulas miradas de los rusos. — ¡Vaya, vaya! —Rio la momia de Lenin—. Reconozco que no esperaba demasiado de esta patulea de proletarios, pero habéis superado todas mis expectativas. Sin embargo, ahora tendréis que enfrrentaros al Camarrada Suprremo... —Sus ojos comenzaron a centellear de un modo sobrenatural.
— ¡Ya eres mío, Doctor Dróm! —Cloqueó el Onanista Gris—. Jamás lograrás escapar de esta esfera de estasis. —En sus manos sostenía una bola de cristal del tamaño de una manzana, dentro de la cual se veía al místico, escalofriantemente reducido de tamaño, llevando a cabo inútiles intentos por escapar de su prisión.
— ¡No te saldrás con la tuya, depravado! —gritaba el doctor, con la voz amortiguada por la superficie cristalina—. ¡Judas, sobre todo, no rompas la esfera! Eso sería fatal para mí.Desde un rincón del camarote, Judas el Miserable contemplaba la escena sin decidirse a intervenir. Su mente de habitante del siglo dieciocho se resistía a comprender lo que estaba contemplando. Para él, todo lo relativo a la magia no era más que mera superchería, destinada a aligerar las bolsas de los crédulos. —A ver si lo he entendido —dijo el pistolero, rompiendo su silencio—. Se supone que debo sacarte de ahí, pero sin romper la esfera. ¡Maldición, nunca me gustaron los rompecabezas! —Será mejor que pongas las manos donde pueda verlas, vaquero —rio el Onanista Gris, alzando la esfera ante sí—, o de lo contrario romperé a tu amigo en mil pedazos. —No serías muy buen jugador de póquer que digamos, paliducho —repuso Judas—. No te atreverás a hacerlo. Sabes que acabaría contigo después, por lo tanto te conviene conservarla en buen estado. Y te advierto que no sería rápido ni indoloro... El Onanista Gris titubeó un momento al oír aquello, pues si había algo que no soportaba en este mundo, era el dolor. Había nacido para el placer, del mismo modo que la clase obrera había nacido para trabajar de sol a sol por su sustento.Judas el Miserable aprovechó la ocasión para lanzarle una patada a la entrepierna, que impactó con tremenda fuerza y un sonido sordo, como de huevos aplastados. El Onanista se dobló sobre sí mismo en el acto, olvidándose de la esfera, que salió despedida por los aires, rodando sin control. Sin perder de vista el objeto, Judas se lanzó por los aires, extendiendo el brazo al máximo para atrapar la bola de cristal antes de que comenzara su descenso, de forma tal vez algo precipitada. Rozó su bruñida superficie con la yema de los dedos, pero ya comenzaba a caer y no era capaz de alcanzarla. Giró el cuello para seguir la trayectoria de la esfera, temiéndose lo peor. Sin embargo, como a cámara lenta, vio cómo el objeto que contenía a su compañero iba a aterrizar justo encima de la colcha que yacía amontonada a los pies de la cama. Tras rebotar sobre ésta, aquella especie de canica grande salió disparada hacia un destino incierto. Justo entonces, Judas dio con sus huesos sobre el suelo enmoquetado, quedándose sin respiración. Por un momento, pensó que le había fallado al Doctor Dröm, que iba camino de hacerse añicos en el interior de la esfera. Sin embargo, ésta cayó sobre un montón de pañuelos de papel arrugados, al parecer empapados de una materia de consistencia oleosa que amortiguó el impacto a la perfección. El orbe quedó inmóvil, pegado a aquellos apelmazados residuos orgánicos que acababan de salvarle la vida al Doctor Dröm.
—Eso ha sido tan sólo el comienzo, Amerikanski! —dijo la momia viviente—. Es horra de prrobarr mi nuevo juguete. Lenin entrechocó los guanteletes de su armadura, produciendo un sonido metálico como una campaña del Juicio Final. Un resplandor rojizo surgió de la palma de sus manos, que antepuso en dirección a Agatha y Faust. — ¡Cuidado! —acertó a decir Garland Faust, pero Agatha ya se había lanzado hacia un lado para esquivar la descarga energética. Éste interpuso la hoja mística de su espada en la trayectoria del fino rayo luminoso, desviándolo. Una pared recibió el impacto a sus espaldas, quedando chamuscada y humeante. La espada, que había absorbido parte de la energía, emitió un fogonazo de luz intensa, cegando a su dueño. — ¡No veo nada! ¡Agatha, ocúpate de él mientras recupero la visión! — ¡Hombres! —Suspiró la bruja—. Anda, déjame a mí... Lenin esbozó una sonrisa maliciosa, bajando las manos humeantes. — ¿Una mujer? —dijo, despectivo—. ¿Es esto lo mejor que puede ofrecer Amérrika? —Será más que suficiente para pararte los pies, fiambre malcarado —contestó Agatha, adoptando una pose de batalla con ambos sais por delante. El Onanista Gris se retorcía hecho un guiñapo en el suelo de su camarote, boqueando y sollozando como un niño apaleado. Se aferraba la entrepierna con ambas manos, sumido en un dolor apabullante. —Bueno, guarrete —dijo Judas, acercándose a la figura yacente—. Ahora necesito que me digas cómo sacar a mi amigo de esa pecera. —El... dolor... —musitó—. No... lo soporto... — ¿Sabes lo bueno del dolor? —continuó Judas, indolente—. Que te recuerda que estás vivo. Y, una vez se pasa, ya ni te acuerdas de él. Yo podría contarte un par de cosas acerca del dolor. Por última vez, ¿Cómo saco a mi amigo? —No... te saldrás... con la tuya. —Está bien, no me dejas otra opción. Empezaremos con la primera lección. —Judas agarró al Onanista Gris por la cabellera, alzándolo del suelo. Éste no pudo reprimir un grito de agonía y terror. Acto seguido, extrajo su cuchillo Bowie del interior de su bota y lo acercó a los labios temblorosos de su víctima. —No... no... —balbuceó. —Vaya si estás negativo, Oni. A ver si puedo ayudarte a sonreír. —Judas aplicó la punta del cuchillo, afilado a conciencia, en la comisura izquierda. Al sentir el aguijonazo del filo que hendía su delicada carne, el Onanista Gris terminó por derrumbarse: — ¡Aaaaaaargh! ¿Qué clase de héroes sois, malditos americanos? ¡Para, para! ¡Estás loco! — ¿Vas a colaborar ahora, o tengo que ampliarte la sonrisa? —El material del que está hecha la esfera... es soluble al agua salada. Introdúcela en un cubo con agua del mar y el Doctor Dröm recobrará su tamaño. ¡Pero déjame en paz! —Primero comprobaré que no me estás tomando el pelo, fantasmón. ¡Y deja de gritar, que estás despertando a todo el mundo! En efecto, una pareja de ancianos, todavía en pijama, se asomaba a la puerta entreabierta del camarote. Judas se apresuró a esconder el cuchillo debajo de la ropa. Lanzando una mirada furibunda hacia los inoportunos espectadores, ladró: — ¿Qué estáis mirando vosotros dos? Cada uno se divierte como quiere.Los vetustos cónyuges, visiblemente escandalizados, se alejaron murmurando comentarios desaprobadores. Judas procedió a amordazar al Onanista Gris con un par de sus propios calzoncillos usados y lo ató a la silla con sus juguetes eróticos, que encontró en una maleta. Tomó la esfera, desde donde lo contemplaba el Doctor Dröm, y salió al pasillo cerrando luego la puerta tras de sí. —Menuda aventurilla, ¿eh, Doc? —Ni tú que lo digas —contestó el místico—. Respecto a eso del agua salada, intenta que al menos esté templada, si puede ser. —Creo que me conformaría con que ese bastardo no nos haya mentido para salvarse. Si es así, volveré y le cortaré las pelotas. Me pregunto dónde podré encontrar un poco de agua salada a estas horas...
—Esto es más divertido de lo que pensaba, chiquilla —dijo la momia de Lenin, al tiempo que lanzaba un par de rayos directamente de sus ojos. La ausencia de iris le daba un aspecto todavía más siniestro a aquel rostro cetrino que evidenciaba la rigidez de la muerte. —Cuidado con quién llamas chiquilla, carroña roja —repuso Agatha, agachándose para esquivar los rayos, que le chamuscaron un mechón de pelo—. Puede que por tu aspecto no lo parezca, pero soy mucho más vieja que tú. —Sigue hablando, niña. Retrasaré tu muerrte hasta que dejes de entrretenerrme.Garland Faust se presionaba los ojos con los dedos, frustrado mientras trataba de recobrar la visión. —Aguanta un poco, Agatha —le dijo—. No dejes que te alcance con sus malditos rayos. —Ya se me había ocurrido, Faust, pero gracias de todos modos. —Agatha contraatacó lanzando uno de sus sais, con tal puntería que lo dejó trabado en una de las juntas de la armadura de Lenin, justo entre la placa pectoral y un hombro. — ¡Maldita bruja! —exclamó—. ¡Voy a carbonizarrte por esto! —Promesas, promesas... —se burló la luchadora—. Todos los hombres estáis cortados por el mismo patrón. Yo de ti, llevaría cuidado por dónde andas. — ¿Qué estás...? —empezó a decir, pero no le dio tiempo a terminar, porque Agatha atrapó unas cadenas que descansaban en la mesa de montaje, arrojándolas en seguida hacia las rodillas del tirano acorazado. Éstas se enrollaron entre sus pies, dificultándole el avance. — ¿Es esto suficiente para tu fino oído, Faust? —dijo Agatha, en dirección a su compañero. —Puedes apostar a que sí —contestó—. Podría situar ese escándalo de chatarra en un salón abarrotado. ¡Prepárate a probar el filo de mi espada, espectro! Agatha sincronizó la carga impetuosa de Faust, que enarbolaba la espada llameante por encima de su cabeza, con su propio ataque para desconcertar a Lenin. Éste vaciló un sólo y casi imperceptible instante, que fue todo lo que Agatha precisó para agacharse a toda velocidad y girar sobre su talón izquierdo. Continuó el preciso movimiento giratorio con una violenta patada ascendente que impactó en la corva acorazada del muerto viviente, provocando su estrepitosa caída de espaldas. Garland Faust descendió la hoja mágica con todas sus fuerzas sobre la bruñida coraza, causando una lluvia de chispas anaranjadas al penetrar en su interior. — ¡Aaaargh! —gritó la momia, exhalando una nubecilla hedionda—. Eso ha dolido, incluso a mí... ¡Pero necesitarás algo más que eso para detenerme! Haciendo un sobrehumano esfuerzo, la momia de Lenin se sacudió al luchador demoníaco de encima, lanzándolo varias yardas hacia atrás, donde fue a impactar contra un banco de trabajo. Las herramientas cayeron con estrépito, desperdigadas sobre la moqueta. Fuera, una extraña pareja recorría los pasillos en busca de agua salada. El ruido de la pelea les llegaba amortiguado desde algún lugar no muy lejano. — ¡Que me aspen si ese jaleo no tiene que ver con Agatha y Faust! —dijo Judas entre dientes—. Tenemos que darnos prisa si no queremos perdernos el resto de la diversión. —No te atrevas a llevarme ante Agatha en este estado —protestó el doctor—. Un hombre debe cuidar su imagen. —Descuida, mago. Creo que acabo de ver la solución a nuestros males. Las langostas son de agua salada, ¿verdad? — ¿Qué quieres dec...? ¡Espera! No irás a... Sin embargo, ya era demasiado tarde, pues Judas el Miserable ya estaba cascando el orbe de cristal contra el borde de un mostrador, como si de un huevo se tratara. Sobre la superficie de mármol descansaba un impresionante acuario en el que nadaban cinco crustáceos que al Doctor Dröm, en su forma reducida, le parecieron monstruosos gigantes alienígenas, con sus brutales tenazas y sus malignos ojos negros. —Di adiós a tu tamaño de Pulgarcito, doc —dijo Judas, al tiempo que volcaba la hemiesfera resultante, con su compañero dentro, en el tanque de agua. El Doctor Dröm cayó a plomo, sumergiéndose en las aguas claras y templadas donde le esperaban los monstruos. Esperó un eterno segundo a que el agua salada le devolviera su tamaño, pero esto no sucedió. Sin embargo, sus braceos atrajeron la atención de los moradores del acuario, que se acercaron a él con voraz curiosidad. —Parece que ese pajillero nos la ha jugado, doc —dijo Judas. ¿Era diversión lo que se podía adivinar en aquella voz enronquecida por el tabaco y el alcohol?—. ¡El muy bastardo! Me encantaría ayudarte, pero para eso tendría que romper la cubeta. El borde está demasiado alto y el brazo no me cabe. ¡Tendrás que arreglártelas tú solo! El Doctor Dröm se enfrenta a una muerte espantosa, mientras su compañero no parece estar muy dispuesto a ayudarlo. Mientras, Agatha Mandrake y Garland Faust luchan a brazo partido contra la acorazada amenaza de la momia de Lenin. ¿Saldrán de ésta los Mystery Men?
Continuará...
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