Título: Tirada Mortal (II)
Autor: Julio M. Freixa
Portada: Julio M. Freixa
Publicado en: Octubre 2016
Continúan los actos de venganza de Lucky Dice en Tirada Mortal
¿Alguien será capaz de detener al misterioso vigilante?
Una hora más tarde, el hombre de la cara pintada conducía el sedán de su víctima hacia el barrio viejo, nido de garitos de mala nota cuyas calles olían a sangre y a sexo sucio. Tomando la precaución de dejarlo aparcado en un callejón oscuro, donde sería víctima de los rateros a no mucho tardar, se dirigió hacia el King Astaire. Se trataba de una sala de baile en cuya trastienda se servía alcohol de contrabando, además de practicarse todo tipo de vicios prohibidos. Incluido el juego ilegal.
Con las solapas de su gabardina subidas para ocultar la parte de su rostro que no escondía el sombrero de ala ancha, caminaba a paso vivo por la acera cubierta de basura. El bloque de edificios parecía abandonado, a juzgar por las contraventanas cerradas a cal y canto, pero sin embargo las luces de neón deslumbraban a las almas perdidas con su promesa de un paraíso perdido. Un falso Edén cuajado de fruta podrida, envenenada con todas las miserias del hombre.
Estudió el inmueble desde su posición alejada, actuando como si se tratara de otra alma perdida en la noche. Decidió actuar sin más dilación, pues Gino no tardaría en atar cabos al ver cómo sus matones iban cayendo uno tras otro como fichas de dominó. La puerta estaba vigilada, como cabría esperar, pero tal vez las escaleras de incendios le ofrecieran una opción más factible de infiltrarse en el interior. Aun si el mafioso había cambiado sus hábitos nocturnos, seguramente encontraría a otros sujetos igualmente merecedores de sus actos de venganza.
—Inspector Jordan.
—Sí, dime, Buddy. ¿Es que no hay manera de que un hombre decente y temeroso de Dios pueda pegar ojo esta noche?
—Lo siento, señor. Pero es que… —titubeó, aunque sonó como si estuviera reprimiendo un bostezo—. Hay otra víctima. Otra víctima de Lucky Dice.
—¡Jesús! Ese asesino está totalmente desatado. ¿Ha ocurrido esta misma noche, o se trata de un fiambre antiguo?
—Ha debido ser hace una hora, aproximadamente. También en esta ocasión dejó un dado junto al cadáver. La víctima está irreconocible, pero supimos quién era por la documentación.
—Déjame adivinar… Un mafioso relacionado con la banda de los Tinelli.
—Eso es, señor. Pero hay algo más.
—Dispara.
—Las huellas de neumáticos, y un testigo presencial, dicen que se fue conduciendo el coche del muerto. Se dio orden inmediata a todas las unidades de buscar el vehículo…
—¿Y bien? —lo apremió, ansioso.
—Bingo. Ha sido encontrado en el barrio viejo.
—Maldita sea… Esta puede ser la ocasión ideal de atraparlo. Reúne una brigada de urgencia.
—Pero, señor… Se trata del barrio viejo. Podría convertirse en una ratonera.
—Oh, claro que lo hará. Y el ratón será Lucky Dice.
—…
—¡A qué esperas, Buddy! ¡Mueve el culo o te lo patearé yo mismo!
—¡CLACK!
Con el abrigo de tres cuartos ondeando al igual que una bandera bastarda, Lucky Dice ascendía por la desvencijada escalera de incendios. Los peatones ocasionales se hallaban demasiado absortos en sus respectivas nubes etílicas como para dirigir la mirada a las alturas, pero todo lo que habrían podido distinguir, cegados por las luces de neón, habría sido ropa tendida en un balcón, mecida por la brisa. Al llegar al segundo piso, el escalador furtivo vio una luz tenue que se filtraba por la rendija entre los postigos. Supo que debía de tratarse de la oficina de trabajo de alguna fulana, o tal vez un pequeño fumadero de opio.
Asiéndose a la barandilla, se llevó la mano libre a la cadera, cogiendo la palanqueta de metal que colgaba del cinturón. Se trataba de una herramienta recortada para poder ser transportada más fácilmente. Sin pensárselo dos veces, la introdujo en la rendija y tiró con un golpe seco. Los postigos cedieron con un crujido, revelando la escena que ocultaban. Una mujer joven en ropa interior de encaje, de generosas caderas, emitió un grito ahogado al tiempo que se tapaba el busto desnudo con una colcha llena de manchas. Esposado al cabecero de la cama, un hombrecillo enclenque vestido únicamente con un sostén y un liguero enrojeció hasta las cejas.
—¿Qué hace aquí? —exclamó la rubia teñida—. ¡Váyase o llamaré a Gino, se lo advierto!
—Eso, nena —contestó el intruso—. Llámalo para mí y ahórrame el trabajo de buscarlo yo mismo.
—¿E-e-es esto parte de-del número, Betsy? —tartamudeó el cliente—.Porque, si es así, me ha ca-ca-cagado encima…
—Cierra la boca y no te pasará nada —contestó Lucky Dice, mostrando por primera vez su rostro pintado—. No tengo nada en contra de los pervertidos. En cuanto a ti, vas a llevarme ante tu chulo.
—Gino es intocable, imbécil —escupió Betsy—. Mírate… ¿Qué eres, una especie de payaso amargado?
—Soy la muerte, o tal vez la redención. Todo depende de los dados… —Hizo girar dos dados en el interior de su puño ahuecado, antes de hacerlos rodar sobre la sucia moqueta. Salieron dos unos.
—¡Ojos de serpiente! —gritó horrorizada. Sus pupilas puntiformes atestiguaban que había estado consumiendo opio—. ¡Atrás! ¡No te acerques a mí!
Betsy se arrojó sobre la mesita de noche, derribando una Biblia de Tijuana y una botella de bourbon barato hasta alcanzar el llamador oculto en un lateral.
—Acabas de cometer un error, niña —dijo Lucky Dice—. La tirada no era mortal, pero tú misma te has condenado.
El vengador de los dados apartó a Betsy hacia un lado y corrió en busca de la puerta. Nada más rozar el picaporte, ésta se abrió con violencia, dando paso a un mastodonte humano que casi no cabía por el hueco. Sus gruesos bigotes le daban el aspecto de una morsa brutal, con puños como guantes de boxeo. Resoplando, irrumpió dispuesto a despachar a un cliente demasiado borracho, o tal vez a un maltratador de mujeres. En lugar de eso, se halló frente a frente con la inquietante presencia de Lucky Dice, que había logrado mantener el equilibrio a duras penas.
—¿Qué está pasando aquí? —bramó—. No habrás subido a dos clientes a la vez, dando parte de uno solo, para quedarte con la pasta para ti sola… ¿verdad, Betsy?
—¡No, Bull! —dijo Betsy—. Te juro que ese de ahí entró por la ventana.
—¿Es que nadie va a desatarme? —chilló el cliente, ya histérico.
—¡Cállate, gallina! —le gritó Betsy, abofeteándolo sin piedad.
Lucky Dice aprovechó el momento de confusión para abrir un compartimento secreto de su cinturón, del que sacó una ampolla que contenía un líquido verde. La estrelló enérgicamente contra el suelo, haciéndola estallar en mil pedazos. Como resultado, una espesa y hedionda nube sulfurosa se elevó desde la moqueta, ahumando la habitación. El intruso se colocó un filtro especial sobre el rostro, que le permitía respirar sin verse afectado por los efectos del gas, que ya empezaba a provocar tos en los otros tres ocupantes de la estancia.
Usando la palanqueta como cachiporra, Lucky Dice dejó fuera de combate al gigante de un fuerte golpe en la sien. La mujer se le echó encima, aferrándose a su espalda como una gata acorralada. Sus uñas afiladas le hirieron el rostro, llevándose cuatro tiras de piel con su correspondiente porción de pintura. Lucky Dice se revolvió, logrando a duras penas deshacerse de la presa de Betsy, que se retorcía entre toses espasmódicas. La arrastró hacia el lavabo, donde el gas no había penetrado aún, atrancando luego la puerta con una silla para evitar que escapara.
Mientras, el cliente maniatado alternaba los hipidos con los accesos de tos, sin que nadie le hiciese el menor caso. Lucky Dice tomó una gran bocanada de aire y seguidamente se quitó el filtro para colocarlo en la cara del degenerado. Al menos, no moriría ahogado. Acto seguido, abandonó la habitación del gas para adentrarse en el oscuro pasillo, al que ya comenzaban a asomarse tímidamente algunas cabezas. Supo que el tiempo del sigilo ya había pasado.
En el exterior, cinco coches patrulla proyectaban sus luces danzarinas sobre la fachada del King Astaire. Los agentes de policía se desplegaron a ambos lados de la puerta principal, mientras el inspector Jordan se abría paso a empujones entre los curiosos.
—Todo el mundo a un lado —dijo en voz alta—. Quiero hablar con el encargado.
—¿Qué está pasando aquí? —le contestó un dandy emperifollado—. Soy Gino Goretti, el gerente. No entiendo el motivo de esta… visita inesperada. Estamos al corriente de pago, como sin duda el alcalde le podrá confirmar.
—No se trata de eso —contestó Jordan—. Tenemos motivos para sospechar que está a punto de cometerse un asesinato en este local. ¿Va a dejarnos pasar por las buenas, o tendremos que sacar al juez de la cama? Pero le advierto que para entonces podría ser demasiado tarde.
—Están espantando a los clientes. —Pareció considerar las posibilidades, atusándose el fino bigotillo—. Está bien, adelante. Pero le advierto que si sus hombres tocan algo que no deben, moveré algunos hilos para que lo degraden a usted.
Asomado por encima de la balaustrada de la planta superior, Lucky Dice contemplaba la escena. Las luces habían sido encendidas y los juerguistas parpadeaban desconcertados. Una brigada de policía se repartía por el hall, mientras los músicos de la orquesta recogían a toda prisa sus instrumentos. Un individuo de rostro porcino y los cabellos grasientos pegados al cráneo caminaba junto al que a todas luces era el inspector de policía. Debía de tratarse del encargado. Una chica atolondrada, que aparentaba treinta pero tendría dieciséis, se acercó a él atropelladamente, gritando un nombre a todo pulmón: Gino.
De pronto, la vista de Lucky Dice se nubló del color de la sangre, tan cerca como estaba del hombre al que odiaba más que a nada en el mundo. Por fin sabía cuál era su aspecto, y no solo eso, sino que también tenía la venganza al alcance de su mano. Una de las ampollas que le quedaban contenía un gas venenoso de alta efectividad. Aun así, cabía la posibilidad de que fallara el lanzamiento, o que la dosis no fuera suficiente para matarlo en un salón tan grande. El gas tenía un elevado índice de dispersión y solo era realmente efectivo en espacios reducidos.
¿Apoderarse de una pistola y pegarle un tiro? Demasiado arriesgado. Probablemente lo llenarían de plomo antes de conseguir hacerse con una pipa. Hizo rechinar los dientes, rumiando su frustración mientras comenzaba a comprender que la venganza se le negaba cuando tan cerca la tenía. De no haber sido por la intervención de la bofia, las cosas habrían sido muy distintas aquella noche. Se dio la vuelta una vez más, buscando una salida hacia la fachada. Una habitación abierta sirvió para acceder a la escalera de incendios una vez más, y de ahí siguió trepando hasta la azotea, amparado por la oscuridad.
Lucky Dice se asomó al borde, comprobando que la acera estaba tomada por agentes de policía, haciendo imposible la huida. Miró en derredor, en busca de una vía de escape. El tejado al otro lado del callejón parecía estar a millas de distancia. Abajo, un abismo de negrura parecía llamarlo poderosamente. Cerró los ojos, tratando de no pensar en la terrible caída. Entonces comprendió que había malgastado su vida.
Los años de odio irracional.
El aislamiento social.
La autocompasión.
El disfraz.
Retrocedió cuatro pasos sin tan siquiera mirar atrás y corrió hacia el borde, saltando con todas sus fuerzas hacia su única esperanza. Por primera vez en su vida, se sintió libre.
Continuará...
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