José Roberto Duque
Los venezolanos hemos estado celebrando el 12 de febrero el “Día de la Juventud”. Si el oficio de traductor responsable estuviera bien ejercido en este país habría que explicar que la forma correcta de decir eso es: los venezolanos hemos estado celebrando por décadas el día lamentable en que los sifrinos de Caracas, los manitos blancas de 1814, se salvaron de que los esclavos y los hijos de los esclavos (que también eran jóvenes y cargaban encima una rabia de 300 años) les echaran la recontracoñamentazón de su vida en La Victoria.
La convención historiográfica burguesa, tan dada al culto desmesurado de sus valores de clase, nos impuso hace unas cuantas décadas la celebración oficial de un acontecimiento y una fecha que sólo significan algo, llamémoslo “edificante”, para los agentes de la dominación y su iconografía. Después de mucho hacer lobby y de jugar a que los ricos se derriten de amor patrio cuando recuerdan la gesta de la Independencia, los descendientes o aprovechadores de las glorias del mantuanaje criollo lograron que la Asamblea Constituyente de 1947 decretara el 12 de febrero como “Día de la Juventud”.
Sesenta y nueve años después la Asamblea Nacional, otra vez bajo dominio de bandidos de cuello blanco y enfermos morales disfrazados de prohombres de la democracia, han decidido que el orador de orden en esta fecha patria sea un sifrino güevón, igualito a los que Ribas reclutó en 1814 (“La flor de la juventud de Caracas”) para que fueran a hacer el ridículo allá en La Victoria.
Va un paréntesis antes de echar ese cuento tan rara vez contado.
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Toda nuestra generación fue “educada” y “formada” en escuelas adecas, en planteles con estructura, mentalidad y contenido curricular diseñados para perpetuar los valores y claves procedimentales de nuestro Estado nacional burgués. Nos formaron para vivir y sobrevivir en un tipo de sociedad donde las burguesías industriales y comerciales nos imponen a los pobres esclavizados el respeto o el miedo a sus símbolos. Nada de raro tiene entonces que desde niños nos habituaran al culto obligatorio de un Bolívar indestructible, casi dios, casi omnipotente y casi europeo: el Bolívar romano convertido en estatua tiene mirada de piedra y nunca se ríe, nunca se equivoca, nunca pierde, nunca retrocede. Nadie en Venezuela puede soñar jamás igualar a Bolívar aunque está impuesto de la obligación moral de intentarlo. Anda, sé como Bolívar, coñoetumadre, mientras yo me limito a ser como mi abuelo Eugenio Mendoza: Bolívar terminó arruinado en los calorones de
Santa Marta y ya ustedes saben qué ha sido de los Mendoza en este país.
Cuando Chávez ordenó la exhumación de los restos de Simón Bolívar estaba dando un paso fundamental en el lento proceso de liberación del pueblo de sus cadenas simbólicas más pesadas: Hugo, bolivariano hasta los huesos, mostró los huesos de Bolívar para que los venezolanos de este tiempo nos descubriéramos hijos de un ser humano y no de un mito ni de una leyenda. El tipo que nos entregó la nacionalidad eran tan vulnerable que la muerte lo alcanzó así como ha de alcanzarnos a todos nosotros, más temprano o más tarde, y esa declaración tan obvia y tan pendeja tuvo que ser refrendada por medio de la difusión de un Bolívar re-hecho a partir de la tecnología. Ahora el ciudadano común sabe, así no sepa cómo decirlo, que no hubo efluvios misteriosos ni divinos en la construcción de este caballero de la guerra, hacedor de repúblicas, sino pura voluntad y emociones y debilidades de carne y piel.
Se puede honrar la historia patria sin olvidar la Historia del Pueblo
Ah: pero persiste, sobrevive, se defiende a sí misma y se impone una visión de la historia que nos hace creer que siempre todo fue bueno y noble en Bolívar y en los promotores de la independencia. Bolívar, Ribas y sus contemporáneos no mejoraron con el tiempo, no señor: ellos nacieron buenos y chéveres y virtuosos y perfectos. Como es tan fácil declararse bolivariano en Venezuela, y como en consecuencia a Bolívar se le ha utilizado para justificar prácticamente lo que sea, entonces llueven para arriba y para abajo las versiones y “análisis” según los cuales Bolívar era adeco, empresario, feminista o marxista-leninista, dependiendo del discurseador de turno. Nacho seguramente dirá en su discurso que Bolívar odiaba a Chávez y que le encantaba el perreo, y habrá que calársela porque el cambio es el cambio y por esa mierda votó la mayoría etcétera-etcétera-etcétera.
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El punto es que, en pleno tiempo revolucionario y de reconstrucción de nuestra historia y de nuestros modelos éticos, nosotros los descendientes de esclavizados seguimos rindiéndoles homenajes a los ricos y a sus abuelos. Hugo Chávez, quien no le sacó nunca el cuerpo a esta situación pero tuvo el valor y la gallardía de explicarlo, resumió en un discurso tan sencillo como profundo el sentido que tiene seguir honrando la historia patria pero sin olvidar que existe una Historia del Pueblo. Que es preciso tomar en cuenta que la generación de próceres de la Independencia atravesaron una terrible fase de impopularidad producto de su condición de clase: los republicanos de 1810-1815 eran dueños de esclavos, propietarios que necesitaban de la permanencia del modo de producción esclavista para alimentar sus ejércitos y sus proyectos. Que Bolívar, Ribas y los suyos necesitaban que alguien les echara una buena pela para acelerar el proceso de su conversión en revolucionarios.
Ese alguien les estaba echando esa pela precisamente hacia el año 1814, y como por aquí a mucha gente todavía le duele que uno personalice algunos episodios en un individuo en particular entonces va a haber que decirlo así: el agente que estaba explicándoles a palo a los señores libertadores cómo es que se ganan las guerras era el pueblo pobre, oprimido y humillado de Venezuela. Cada vez que uno muestra el pasaje en que Chávez echa ese cuento muchos prefieren hacerse los pendejos y voltear a ver para otro lado y a rascarse la nuca. Pero hay que seguir haciéndolo, hermano Hugo Chávez, porque a ti algún día te van a escuchar:
José Félix Ribas tuvo que llevarse a los hijos de los ricos (sólo los hijos de los ricos podían ser universitarios y seminaristas) para La Victoria a pelear, no porque “la flor de la juventud” fuera muy aguerrida, valiente y noble, sino porque los esclavos no querían combatir al lado de los engreídos que los tenían de sirvientes y de animales de carga en las haciendas. Los pobres de 1814 eran boveros, no republicanos ni tampoco realistas (oigan a Chávez, no me crean a mí).
Ribas y sus sifrinos no ganaron la batalla de La Victoria. Bolívar y el ejército patriota venían de recibir una derrota estrepitosa en la población de La Puerta (aprender de memoria: ningún ejército puede contra un pueblo embravecido, ni siquiera el ejército de Bolívar), Boves resultó herido en esa ocasión pero aun así sus hombres barrieron a los independentistas. El taita tuvo que ser trasladado a Villa de Cura mientras Morales avanzaba sobre La Victoria. En La Victoria el pueblo pobre peleó sin su amado jefe; tuvo que conformarse con acatar la jefatura de un señor que tenía la desventaja de parecerse mucho a los mantuanos que combatía, pero aun así el asedio de la población duró casi todo el día 12 de febrero.
Nacho representa al hijo de esclavos que hace el coro a sus amos
Ribas y sus sifrinos lograron, en efecto, que los jóvenes, hijos de esclavos liberados en la guerra del pueblo, no penetraran hasta la última trinchera de la plaza y los desguazaran a todos. Esa fue la hazaña de los hijos de los ricos aquel día. La gente de Boves dejó de atacar y se retiró cuando Vicente Campo Elías se aproximaba con la caballería, conformada por
guerreros de verdad (en su mayoría esclavos que peleaban para sus amos), cosa que dio por concluida la batalla o asedio de La Victoria y a Bolívar le dio tiempo de sentarse a descansar después del carrerón que Boves lo obligó a pegar, rumbo a
Caracas.
No hubo victoria en La Victoria: hubo un empate y una pausa, antes de que el pueblo en armas siguiera persiguiendo a los mantuanos hacia la capital, a la que entraron de todas maneras cinco meses después, el primero de julio. Sobre el éxodo a oriente, escenificado por los ricos espantados porque Caracas se iba a llenar de llaneros, negros y zambos jediondos y ansiosos de vengar su esclavitud, habrá que hablar después.
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Así que el “cantante” Nacho ha sido una buena selección; él es el orador ideal en este evento tan glorificado y tan ridículo. Nacho representa, tal vez no a los hijos de los ricos, sino a algo peor: al hijo de esclavos que andan por la vida cantándole al amo que los humilla, los patea, los utiliza, los convierte en objeto y en mercancía. El espectáculo de Nacho es un excelente colofón para el espectáculo historiográfico más lamentable de estos dos siglos: pobres e hijos de pobres aplaudirán hoy y mañana las glorias de los hijos de la grandísima puta que fueron y siguen siendo los dueños de las riquezas de este país.