Cuando creía que mi infancia jamás podría resurgir del pozo infecto en el que se encontraba hundida, aparecieron las actividades extraescolares. Al parecer, no teníamos suficiente con los cuadernos de verano Santillana (invento sádico donde los haya, obra de algún profesor torturaniños) ni con seis horas lectivas por la mañana. Por eso apareció otro pedagogo iluminado a tupirnos de clases por la tarde. Había de todo: baloncesto, teatro, fútbol, macramé, senderismo, kárate, pulso y púa… Además, después de cada reunión de padres y madres de alumnos siempre aparecía alguna alternativa nueva.
Por ejemplo, cuando surgió esto del nacionalismo, los colegios empezaron a llenar las tardes de clases de lucha canaria, cocina tradicional canaria y folclore canario. Vamos, que de pronto todo había sido siempre canario y nosotros los niños disfrutábamos de lo lindo chocando dos palos, peleando a lo sumo japonés y bailando haciendo círculos vestidos con trajes de lana picona. El que jugaba al trompo, a los boliches o se tiraba piedras era considerado, en esos tiempos, un sucio espía de la metrópolis, así que muchos decidimos pasar por el aro, bailar tanganillos en el recreo y hartarnos de gofio en el comedor para disimular.
Sin embargo, a mí no me apuntaron en nada de eso, no. Y mira que el profesor de lucha estaba empeñado en ficharme por mi descomunal cabeza y por mi, como gustaba decir mi madre, “corpulencia”. Sin embargo, el destino me tenía otro camino reservado, una senda que no tenía como destino la NBA, la Champions League ni unas olimpiadas: mis padres decidieron que yo tenía que formar parte del coro escolar. Padilla ‘el Cantor’, una voz de oro en plena Vega Lagunera, ‘el Grueso Ruiseñor’. Mierda y más mierda. El primer día casi no me cago encima. Allí estaba yo, en un aula estrecha junto a ocho hazmerreíres más, de los nervios. Me dieron un papel con la letra de una canción, cuya melodía la profesora tocó primero en el piano. Luego, golpeó un diapasón contra la silla y todos empezaron a gritar: “Uhhhhhhhhhhhh, ahhhhhhhhhhh, ihhhhhhhhhhhh”. Dios. Para no hacer el ridículo, me limité a abrir y cerrar la boca sin emitir sonido alguno. No coló.
—Tú, el nuevo. Quieres cantar, pero cantar cuesta y aquí vas a empezar a pagar. Con sudor —dijo aquella especie de bruja.
Vaya que si sudé. Me hizo pasar los peores cinco minutos de mi vida. Cantando solo ante seis alumnas, dos de ellas las buenorras de 3º de EGB, y dos alumnos que todavía hoy recuerdan mi actuación. Diapasón contra la silla, entonación y me arranqué.
—Frede yaque, fredeyaque, dogme vu, dogme vu. Sonelematine, sonelematine, din, dan, don, din, dan, don —entoné.
Gracias al coro perdí el miedo a actuar en público. Aunque algo tuvo que pasar, porque un día después de aquello la mala persona de la profesora de canto llamó a mi madre y le rogó que yo no volviera a aparecer por allí, que ni se me ocurriera; que un poco más y le paga por perderme de vista. Por lo visto, mi voz no daba, cosa que no entiendo. En cualquier caso, logró sembrar en mí una afición que todavía hoy sigo cultivando, aunque ahora, cuando deleito a los presentes, más que ruiseñor me llaman el pajarraco de Bajamar, el Demis Roussos de la comarca nordeste.
—En cambio el trombón, no ofrece problemas —canto a veces.
Si es que nací para el estrellato.