Revista Cultura y Ocio

Nada cae del cielo

Publicado el 15 enero 2018 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Soy consciente: parece que escribo menos, y, en cambio, estoy escribiendo más, mucho más. Y lo parece, porque no todo lo que escribo asoma la cabeza por aquí. Esto es, sencillamente, porque me he dado cuenta de algo que creía saber, y no: hay muchas cosas que siguen sin pasar en Internet. Me refiero a concursos, ofertas  y propuestas editoriales, que no caen del cielo. Hablo de cosas que no son tan rápidas como copiar, pegar y publicar, pero que también son necesarias si quieres pegar un salto hacia otros medios.

Así pues, visto lo visto, que nadie se extrañe que, aquí, sigan partiendo la pana las columnas de opinión, los bichos y los devaneos de un servidor. Sin embargo, hoy no puedo evitar hablaros de la novela de Caos (¡otra vez!), para la que ya lo he encontrado todo (o eso creo), y que me propongo terminar, como mucho, en un par de meses. Esta vez está todo: eje, núcleos narrativos, protagonistas, punto de vista, antagonistas, clímax… Todo. Para ello, tuve que quemar la versión anterior: sin mirar atrás, en la chimenea, a lo bonzo obligado. Le faltaban demasiadas cosas —a ella, y a mí—, pero las va a tener: es una promesa entre mi perro muerto y yo, y voy a cumplirla.

Obviamente, esto me está ocupando gran parte del tiempo que los miércoles, jueves y viernes me reservo para la escritura, pero diría que está bien. Al final, un gran número de lectoras y lectoras de este blog, están aquí por Caos, así que me parece más que justo para ellos, para él, y para mí. ¿Y por qué os cuento todo esto? Supongo que porque soy consciente de que este blog funciona a medio gas desde hace meses —por lo menos, en contraposición a los dos o tres últimos años—, así que hoy, se me ha ocurrido abrir una pequeña ventana a la novela. Lo más gracioso, o no, es que esta vez no se menciona a Caos, sino a Javier, pero si en unos meses este texto echa a volar, entenderéis por qué este fragmento es tan importante para mí, y para él. Palabra.

Por aquí lo dejo: no seáis muy duros, que esto es casi un estriptis sin música.


Fragmento de la novela

A los ocho o nueve encontró un perro abandonado en el barrio. Era una bola de pelo marrón, o así lo recordaba; quizá negra. Su mirada era en marrón, y, esclavo de la mala memoria, no lo invocaba sucio, aunque seguro que lo estuvo. Era la época del fin de los yonquis de los ochenta; ya no había tantas jeringas de jaco por las calles, ni heroinómanos. Quedaban supervivientes de periferia, madres rotas, colegas para los que un canuto seguía siendo un canuto, pero no el primer paso. Eso quedaba. Eran los primeros noventa, donde muchas de las promesas olímpicas a la ciudad todavía tenían que terminar de materializarse; era el principio del fin, de la Barcelona de verdad, de la Barcelona de barrios, y distritos, y pueblos con identidad propia. Aquello era antes de las multinacionales, del todo igual, del sin esencia, del gris, de aquel todo tiempo pasado fue mejor, pero, esta vez, en serio; del campo de fútbol de tierra para los chavales, y los partidos de domingo, del cabrero y las cabras entre edificios; de los huecos y los campos que solo eran huecos y campos, y no bases para bloques de hormigón. Y en esos huecos y esos campos, fue donde Javier y su padre encontraron al perro sin nombre que nunca lo tuvo.

Nada cae del cielo

Cuánto jugó con él aquella tarde. Debió jugar tanto, debió mirar tanto, debió contagiar tanto, o tanta felicidad, que no pudo más que convencer a su viejo, que, entonces, solo debía tener diez o quince años más que él ahora. Debió decir: ¿puedo?; debió encogerse de hombros su padre. Así que fueron hacia casa, y ante una incógnita delante, él y su padre, cruzaron el barrio hacia los pisos naranjas donde vivían, dejando atrás el campo de fútbol, y, a la derecha, tres o cuatro edificios, uno de ellos famoso, el de la fachada con los lavaderos en verde oliva (qué feos, ¡por dios!), por un hombre que se suicidio tirándose del treceavo. ¿Más allá? Nada. Campo, y campo, ¡ah, bueno! Y su colegio, el Pau Casals, que por la pintada de la entrada era un violinista muy famoso del que, en el barrio, nadie, o casi nadie, había oído hablar nunca.

Al llegar a casa, un desvelo tras otro; sus padres, en la cocina, y él por ahí con el perro, marrón o negro, pero con la mirada en marrón, eso seguro, y él, Javier, que sabía que eso no era buena señal, que su madre no iba a querer, así que diría que ni lloró ni se entristeció mucho antes de comer (verdura, encima), sino después, mucho después quizá, cuando creyó comprender dónde había ido ese perro, que no había ido con su familia, ni a una granja, porque no tenía familia, ni la pudo tener, ni había ya granjas, porque se las habían cargado todas para construir pisos que, a su vez, construían infelices que se tiraban de un treceavo.

Luego lloró, lloró mucho, y se le enquistó algo en el pecho por siempre. Su hermano, Carlos, le miraba: chiquitajo aún, rubio, con cara de pillo, menos vergonzoso que él entonces, terriblemente más ya de mayores. Nadie le entendió. No le dijo nada a su padre. Su padre no le dijo nada a él. ¡Qué felices habrían sido ambos con aquel perro marrón! O negro.


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