Revista Cultura y Ocio
En la lectura parece borrarse el mundo entre la lámpara y el libro. Aquel sigue su curso, pero el lector, recortado en la realidad, concentra su mirada en el espacio que se abre entre sus ojos y las letras. En palabras de Pascal Quignard en El lector:
El libro es la ausencia de mundo.
El lector está dos veces solo, porque, como dice también este escritor, a la ausencia del mundo que es el libro se suma esa ausencia del mundo que es la soledad. Por tanto,
solo como lector, está sin el mundo: en la medida en que está con su libro. Solo "con" su libro ("en la intimidad de" su libro), que es la privación del mundo.
Un lector sumergido en la lectura de un libro suele ser una imagen inquietantemente fascinante para quienes lo miran leer. Sobre esta sensación ha escrito el narrador y protagonista de Los apuntes de Malte Laurids Brigge, de Rilke. En un pasaje del libro recuerda lo pequeño que todavía debía ser cuando estaba de rodillas en la butaca para alcanzar más cómodamente la altura de la mesa en la que dibujaba. Era de noche, en invierno, y no había otra lámpara en la habitación que la que alumbraba sus hojas y el libro de su mademoiselle. Ella estaba sentada a su lado, un poco más atrás leyendo. Escribe:
Ella estaba muy lejos cuando leía, y yo no sé si era en su libro; podía leer durante largas horas, volvía raramente las páginas, y yo tenía la impresión de que bajo sus ojos las páginas se hacían sin cesar más llenas, como si su mirada hiciese nacer allí palabras nuevas, ciertas palabras que ella necesitaba y que no estaban allí. Imaginaba esto mientras dibujaba.
Estas palabras de Malte Laurids Brigge parecen aludir a ese tipo de lectores activos que no reciben pasivamente la lectura de una obra, sino que son capaces de leer otro libro, el suyo propio, del mismo libro. Lectores que durante el proceso de lectura construyen mundos imaginarios alternativos. Es el caso de Anna Karenina en un pasaje de la obra homónima de Tolstói. Sobre esta escena han escrito tanto Ricardo Piglia como Enrique Vila-Matas.
Anna Karenina viaja en un tren, se acomoda, saca un almohadón y se lo pone en las rodillas. Se envuelve las piernas con una manta, le pide a su criada la linterna, saca de su bolso un cortapapeles y una novela inglesa y se entrega a la lectura. Escribe Ricardo Piglia en El último lector que todo está en esa descripción, en los detalles que construyen la escena de la lectura:
la sensación de abrigo y de comodidad, la linterna -un momento que me parece fantástico: ella tiene su propia luz-, la criada que la atiende, las relaciones sociales que sostienen de manera implícita la escena y, por supuesto, la práctica previa a la lectura, que ya se ha perdido, de abrir los libros, de separar sus páginas con un cortapapeles.
En El lector activo, un texto de Enrique Vila-Matas, se lee al respecto:
Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Valéry cuando en sus Cuadernos consideró plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminación propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de él: “Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no sólo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acción de una mente sobre un texto."
Antes ha tenido Anna Karennina que hacer un esfuerzo por superar la distracción ante tanto ajetreo en el tren. Pero finalmente se ha ausentado del mundo para instalarse, en palabras de Pascal Quignard, en la intimidad del libro. Concentrada plenamente en la lectura, debió sentirse como la mecha de la que habla Emily Dickinson en uno de sus poemas:
Arde dentro la lámpara, segura.
Aunque los siervos traigan el aceite,
ello nada le importa a la mecha ocupada
en ese afán fosfórico.
Es una sensación que se complementa, a modo de contraste, con otra que produce un poema chino del siglo XVIII del poeta Yan Tsentsai, el cual he leído en El último lector de Ricardo Piglia. Titulado En la noche profunda, lo escribe Kafka a Felice Bauer en una carta del 24 de noviembre de 1912:
En la noche fría, absorto en la lectura
de mi libro, olvidé la hora de acostarme.
Los perfumes de mi colcha bordada en oro
se han disipado ya y el fuego se ha apagado.
Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas
había dominado su ira, me arrebata la lámpara
y me pregunta: ¿Sabes la hora que es?