Revista Opinión
Hace unos días compartí unas horas felices y tranquilas con un amigo. Hicimos fotos, conversamos, disfrutamos una buena comida y nos paseamos junto a los acantilados del río Duratón sobre los que se asoma la ermita de San Frutos. Escuchamos la música de la naturaleza, percibimos la paz y el silencio, probamos nuestros juguetes para fabricar imágenes, ignoramos juntos, por un buen rato, las estridencias abrumadoras que de un tiempo a esta parte han invadido nuestras vidas. De nuevo descubrí lo sencillo que es ser feliz. Y me volví a sorprender de que pueda parecer tan complicado y difícil a veces, demasiadas veces en el curso del tiempo.
Es evidente que por muchas puertas, edificios y fronteras que construyamos, la vida es libre y no tiene dueños. ¡Qué fácil contemplarlo mientras el viento agita las espigas y los buitres planean sobre el agua! Lo miramos con los sentidos y con la cámara, lo disfrutamos, lo preservamos, lo sabemos... Incluso estos artefactos audiovisuales con los que prologamos algunas vivencias en el tiempo a través de memorias, redes y pantallas digitales no son del todo nuestros aunque los hayamos comprado. En ellos están el trabajo y las ideas de quienes los inventan y desarrollan. Sí, alguien aportó también recursos financieros para fabricarlo, pero ¿de dónde ha salido ese dinero? No me acabo de tragar la martingala de los banqueros y de los grandes empresarios. Los que trabajamos no somos suyos, y el capital y los recursos con que maniobran de alguna manera son de todos. O sea, que cuando se los quieren apropiar nos los están robando...
En estos días convulsos, en los que transitamos por nuestros vacíos arrastrando vertiginosas y absurdas cantidades de miedo y desesperanza, me he dado cuenta de que nada poseo. No es mío el tiempo en el que crezco, ni el aire que respiro. Tengo la sensación de que todo lo que uso y disfruto me ha sido prestado. Ni siquiera me pertenecen esas emociones negativas que nos son inducidas de forma perversa e interesada y que nos habitan transitoriamente como si se tratara de un virus. Atraviesan el sofisticado mecanismo de las formas físicas y de la mente, pero no son mías. El cuerpo mismo desde el que ahora escribo es un medio de comunicación que se transforma a cada instante, mas no es, ni mucho menos, un objeto que permanezca ni se pueda poseer. De vez en cuando lo comparto, sí, lo festejo, lo ofrezco haciendo el amor, ese rito sorprendente, o lo utilizo para desplazarme por el mundo... Pero no es de nadie, tampoco mío.
Comparto lo que soy y lo que quiero ser. Mis ilusiones son solidarias, mi inteligencia heredada, mi aprendizaje el resultado móvil y transitivo de innumerables ciclos de experiencias y de vidas. Voy siendo poco a poco, cada vez más, un viajero "ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar", tal y como me enseñó Don Antonio Machado. De nada me siento realmente propietario. El concepto mismo de propiedad ha sido apuntalado con endebles riostras para que le sirva de parapeto al egoísmo, a la mediocridad y a la cobardía. Nos intentaron inocular la patraña de que para ser hay que poseer. Y aún se apoyan en ella las rudimentarias estructuras de un sistema decrépito y corrompido que se niega a morir en paz hostigado por las mismas alimañas que tejieron su urdimbre.
Saber que nada tengo me otorga ingravidez, me desvela, en profundidades sutiles, mi alma libertaria. Si en algo me puedo sentir partícipe de esta sociedad injusta y deteriorada es en la toma de conciencia, cotidiana y militante, de que nada es mío, de que la vida es un regalo, de que todos somos ricos y pobres según se mire, de que basta ya de tanta falsedad interesada. La felicidad es nuestra naturaleza esencial, una identidad absolutamente compartida. ¡Qué grande es tener amigos que te enseñen cada día a descubrirla, compartirla y venerarla! Algunos locos la quieren medir con cálculos, porcentajes y primas de riesgo. Pensarán, a buen seguro, que el mundo es una oportunidad de negocio. Allá ellos. Como dijo y cantó tantas veces Raimon, "no, yo digo no, digamos no, nosotros no somos de ese mundo".
Raimon, "Diguem No", Palau Sant Jordi, 1993
"Ahora que estamos juntos
diré lo que tú y yo sabemos,
y con frecuencia olvidamos.
Hemos visto al miedo ser ley para todos.
Hemos visto a la sangre, que sólo hace sangre, ser ley del mundo.
No,
yo digo no,
digamos no,
nosotros no somos de ese mundo.
Hemos visto al hambre ser el pan de los trabajadores.
Hemos visto encerrados en la prisión a hombres llenos de razón.
No,
yo digo no,
digamos no,
nosotros no somos de ese mundo".