Revista Cultura y Ocio

Nada nuevo sobre el Sol

Por Daniel Vicente Carrillo


Nada nuevo sobre el Sol
Es moneda común entre la carcomida intelectualidad atea el contemplar a Dios como una tiniebla de ignorancia a la que se hace retroceder con la luz de la razón, y en particular de la razón científica. Los inapelables hechos y la meticulosa observación disiparían, pues, los goyescos monstruos que la imaginación se forja a lo largo de las generaciones, siendo Dios la suma o prosopopeya de todos ellos. Serán, pues, los ciclópeos esfuerzos científicos los que con su poderío expulsen inexorablemente al ídolo entronizado y liberen al hombre de las oxidadas cadenas de su fantasía.
Si los ateos tuvieran en sus filas a un filósofo acuñador de mitos, sin duda habría plasmado ya un bello relato de esta Atenea sin rostro, laica por supuesto, en que a gusto suyo se ha convertido la ciencia contemporánea. Asumen que están estrechando el cerco a Dios en la que creen su morada. Y sin embargo, ¿cuántos de ellos desconocen que Dios está fuera de la naturaleza según la teología cristiana?
San Agustín sitúa a Dios en un "no lugar" desde el que opera la creación ex nihilo. Para este Padre la interacción de Dios con el mundo no sólo es inconveniente: también es impensable. Dios, que es solo espíritu, no moldea la materia con sus manos, generándola en cambio de la nada con la sola referencia de la idea pura. Dios, que es infinitamente previsor, tampoco innova en las causas segundas ni les da un nuevo influjo, en la medida en que sus rationes seminales o substancias esparcidas por el mundo contienen ya todo el ser futuro (cfr. Monadología).
En el pensamiento escatológico medieval, popularizado por Dante, son en consecuencia los ángeles y no Dios quienes mueven las esferas de los cielos por estratos, según su jerarquía, hasta llegar a la esfera de esferas. El motivo de la inclusión subrepticia de agentes sobrenaturales en el mundo de lo observable fue, con todo, apologético y no científico. Puesto que Aristóteles definía la vida como automovimiento y los cuerpos celestes, eternos y perfectos, parecían moverse por sí mismos, se temió que ello fuera excusa para librarlos de la jurisdicción de Dios y dar aliento al paganismo que los divinizaba como potencias naturales. Por ello se los redujo a objetos del entendimiento y a meros esclavos de la Providencia representada por el cosmos. No los movían, pues, los ángeles según las leyes de la física ni en sustitución de éstas, ya que el mundo supralunar aristotélico es inmutable e inengendrado, resultando su regularidad aprehensible por el cálculo.
Luego, si ni siquiera las criaturas angélicas interferían en el orden regular de los fenómenos, salvo por vía de milagro, todavía menos Dios. Hay que esperar a Newton y a su equivocada cosmología, que Leibniz impugnó por su novedosa extravagancia, para encontrar algo semejante sostenido con cierta respetabilidad académica.
No es la ciencia la que destierra a Dios, sino Dios el que, desencantando el mundo, le allana el camino a aquélla. Es la teología y no la ciencia la que consolida el deísmo racionalista de Spinoza:


Ninguna definición implica ni expresa una multitud ni un número determinado de individuos; en la medida en que no implica ni expresa nada más que la naturaleza de la cosa tal como es en sí. Por ejemplo, la Definición del triángulo no incluye nada más que la naturaleza simple de éste; pero no un cierto número de triángulos: de esta manera, la definición de la Mente como cosa pensante o la de Dios como Ente perfecto, no incluye más que la Naturaleza de la Mente y de Dios, y no un cierto número de mentes o de Dioses.

La mente, lo pensante y lo uno son voces recurrentes en la tradición neoplatónica, la cual articuló en Jámblico y Proclo las generaciones de númenes que Spinoza, valiéndose de la misma, rechaza por su inconsistencia. Aunque es dudoso que los primeros sabios entre los antiguos creyeran en los dioses a los que dieron forma en sus relatos poéticos. Así, escribe Cardano:
Además, ¿qué crees que pensaban Homero y Virgilio cuando representaron por todas partes aquellos dioses envueltos en riñas y peleas ―los primeros, ciertamente, a favor de los griegos o de los troyanos; los segundos a favor de Turno y Eneas―, sino que unas estrellas favorecían a una parte, mientras que otras a la otra? De ahí todos esos encuentros y concilios de los dioses. Pues resulta completamente absurdo creer que los dioses hicieran estas cosas como si fuesen hombres; y más absurdo aún creer que cuando ellos escribieron esto no pretendían ocultar bajo tantas palabras ningún sentido en absoluto, sino que aquellos ilustres poetas construyeron una fábula por cierta vana aplicación, al igual que la quimera, cuyos distintos miembros no sirven para nada. Por lo tanto, cuando dijeron que Venus favorecía a Eneas porque era el más bello; cuando Juno (es decir, la fortuna) y la Luna, a Turno; cuando Apolo o el Sol, a Héctor porque era esforzado y justo, bajo la envoltura de la fábula, no quisieron dar a entender otra cosa más que el genio o el astro que domina sobre cada uno en su nacimiento. Pero el genio de los héroes lo buscaban a partir de la virtud y la naturaleza de los planetas que les eran semejantes.

Es decir, ni tan sólo podemos remontar con seguridad la superstición de las causas mágicas a los tiempos de la barbarie, pues los mismos dioses venerados por la plebe bien pudieron ser -como Cardano aventura líneas más adelante- reyes astrónomos cuya memoria fue extraordinariamente honrada, al haber descubierto los planetas a los que dieron nombre. Gracias a ello no sería incompatible su postulación alegórica con el dogma de fe del monoteísmo trascendente. Y, siendo falsa la astrología judiciaria, no está forzosamente vinculada a la religiosidad idólatra, que multiplica las causas sin necesidad. El propio Moisés funda la semana del Señor en los siete días, correspondientes a los siete astros conocidos: Apolo-Sol, Júpiter, Saturno, Marte, Mercurio, Venus y Diana-Luna.
Leibniz va más allá y extiende la noción de un principio ordenador al Extremo Oriente:

Al adscribir al Li las mayores perfecciones, le adscriben algo más excelso que todo esto, y de lo cual la vida, el conocimiento y el poder de las criaturas son sólo sombras o débiles imitaciones. Es en cierto modo como aquellos místicos -entre otros Dionisio el Pseudo-Areopagita- que negaron que Dios pudiera ser un ser o un ente, pero dijeron al mismo tiempo que podía ser mayor que el ser, esto es, super-ente o hiperousía. Por tanto, entiendo que los chinos sostienen, según el Padre Sainte-Marie, que el Li es la ley que gobierna y la inteligencia que guía las cosas; que no es, no obstante, inteligente en sí mismo, mas a través de la fuerza natural sus operaciones devienen tan bien reguladas y ciertas que podría decirse que lo es.
(...)
Así, uno puede hallar satisfacción incluso en los modernos intérpretes chinos, y elogiarlos, ya que reducen el gobierno del Cielo y y otras cosas a causas naturales, distanciándose de la ignorancia del vulgo, que busca milagros sobrenaturales -o más bien supracorporales- así como busca espíritus como aquellos propios de un "Deus ex machina".

En fin, la reciente modernidad no ha querido librarse de la supuesta intrusión de Dios en un ámbito que no le correspondía, el de lo fenoménico, sino de hipótesis teológicas que estorbaban a la concepción materialista del mundo. Es en d’Holbach donde mejor se aprecia el falseamiento de la filosofía anterior, pues vemos que toma de Spinoza la unidad e infinitud de la substancia, que no conoce el azar, pero sólo en su dimensión extensa, olvidando la cognoscitiva. Al mismo tiempo, toma de Leibniz la fuerza de la materia, obviando el principio de razón suficiente y convirtiéndola en tendencia sin dirección ni origen, algo contradictorio a todas luces. Y así llega a las siguientes conclusiones dogmáticas:
Los hombres se equivocarán siempre, cuando abandonen la experiencia en favor de sistemas originados en la imaginación. El hombre es obra de la Naturaleza: existe en ella, está sometido a sus leyes y no puede liberarse o salir de ella ni siquiera por el pensamiento. En vano su espíritu quiere lanzarse más allá de las fronteras del mundo visible; siempre se verá obligado a regresar. Para un ser formado por la Naturaleza y circunscrito a ella, no existe nada más allá del gran todo del que forma parte y a cuyas influencias está sujeto. Los seres que se suponen más allá de la Naturaleza o distintos de ella serán siempre quimeras de las cuales no nos será jamás posible formarnos ideas verdaderas, ni del lugar que ocupan, ni de su manera de actuar. No hay ni puede haber nada fuera del recinto que contiene todos los seres.

Al cabo, el verdadero propósito de la Ilustración hoy reivindicada no fue comprender la realidad (que en Kant es ya un ignotum o cosa en sí), sino dominarla.

Volver a la Portada de Logo Paperblog