"Pintaba un día, el negro había invadido la tela por completo, sin formas, sin contrastes, sin transparencias. En ese extremo vi de alguna manera la negación del negro. Las diferencias de textura reflejaban la luz con más o menos claridad, una luz pictórica, cuyo poder emocional particular animaba mi deseo de pintar. Mi instrumento ya no era el negro, sino esa luz secreta procedente del negro."El dolor desprende hermosura. Siempre me lo ha parecido. Por eso lo busco con una especie de masoquismo lector. La fragilidad, la exposición de esa fragilidad, de las almas rotas, no hay belleza más auténtica. Como una muerte dulce, nos dejamos desangrar y gota a gota damos salida al dolor. Vaciamiento, ausencia. El negro es también sinónimo de ausencia, de color en este caso. El negro no es capaz de reflejar luz alguna precisamente porque la absorbe toda. Quiero pensar que hay personas que son como agujeros negros, pozos aparentemente vacíos, huecos, abisales, que ostentan sin embargo tal carga de luz en sus profundidades que no saben manejarla. Quiero pensar que hay otras capaces de detectar esa luz salvaje y no dejarse cegar. La luz devuelta a la superficie, el negro restituido en color. Quiero pensar y pienso porque Lucile Poirier brilla en este libro a través de la mirada de su hija Delphine. Pierre Soulages tiene razón, hay una luz secreta en el negro cuyo poder emocional irradia y trasciende. No he podido ser inmune a él. No he querido.Pierre Soulages
Portada de Nada se opone a la noche
La cita del pintor francés es la elegida por Delphine de Vigan para encabezar esta especie de novela biográfica sobre su madre que constituye "Nada se opone a la noche". Una presentación perfecta que ya me lo pareció aún sin saber lo que me esperaba. La noche termina cerniéndose sobre Lucile, madre de Delphine, la noche siempre ha habitado en ella, y Delphine de Vigan recoge los pedazos que ha cristalizado esa fría y misteriosa helada nocturna y reivindica con ellos a su madre, se reconstruye y levanta a sí misma, y honra la memoria familiar.Conocemos a la Lucile niña, tercera hija de una familia numerosa francesa en los años cincuenta. Lucile es rubísima y hermosísima por lo que colabora en la economía familiar posando como modelo publicitaria. Adora esas sesiones por el tiempo que tiene a su madre solo para sí, pero secretamente le incomodan por la expectación y atención que despierta. Se cría entre el alboroto y algarabía de su casa y las calles circundantes en una época en que los niños eran reyes del asfalto y no rehenes de la suspicacia y del exceso de protección. Un cuadro costumbrista y casi entrañable si no fuera porque hay algo en la narración que nos hace permanecer alerta, pendientes y al acecho de lo que tal vez al pasar la página nos corte la respiración y nos deje sin aliento. Primera tragedia familiar. Le seguirán otras. Pum, pum, pum, pesas en un platillo de balanza que amenazan con hundirlo. La familia de los Poirier parece asolada por una maldición, o tal vez ella misma esté maldita, enredada y condenada por relaciones ambiguas y viciadas.
Delphine de Vigan escribe con el permiso de los hermanos de su madre que continúan con vida, también con el de su propia hermana hija también de Lucile. Con su permiso y con su colaboración. Muchas son las horas de charla grabadas, los documentos compartidos, fotografías, las diferentes versiones contrastadas. Con su permiso, su colaboración, su temor y su esperanza. Muchas son las reflexiones sobre la escritura y la realidad que la autora deja patentes en estas páginas. Qué contar, qué callar, qué rescatar, qué descartar. Cómo llegar a la verdad, qué estéril e inútil tarea, toda verdad es inalcanzable, la de Lucile aún más. Cómo contar sin dañar, otra labor imposible, escribir es exponer.
Todos son generosos, Delphine también. Aun así se calla cosas, protege. A su madre, a sí misma, a sus tíos, abuelos, hermana. Pero tengo la impresión de que protege a alguien en particular, alguien que supongo ha preferido quedarse al margen y que ella no ha dudado en respetar. No importa, los silencios son poderosos, a veces más que las propias palabras, y los de este libro no merman para nada la sinceridad y honestidad que desprenden sus páginas.
Delphine es generosa, sí, y también valiente. Llegará un momento en el que cada vez necesitará recurrir menos a testimonios ajenos y a anécdotas mil veces escuchadas pero no vividas para acudir a sus propios recuerdos y vivencias. Dejamos atrás los años cincuenta y sesenta y nos adentramos en los setenta y décadas posteriores. Un cambio social en Francia y una ya joven Lucile que camina tambaleante por la cuerda floja. Y una joven madre con dos niñas que comienza a reflejar los primeros destellos de su enfermedad mental.
Sentido. Fotografía de jeronimo sanz
Con un respeto exquisito pero sin tapujos habla la escritora francesa sobre la enfermedad de su madre, con la misma naturalidad y sin cortapisas con la que cuenta todo lo demás. No culpa, no acusa, no señala. Delphine cuenta a su madre en un intento de acercarse y comprenderla, y sin querer o tal vez queriendo se cuenta en parte a ella. Escribir es también eso, un vaciarse, una catarsis, un desmontarse para reconstruirse y poder seguir camino. Las palabras de de Vigan son un conjuro contra la maldición familiar, la pócima que los resarcirá a todos de las tragedias acumuladas, el fin del temor a volver la página pensando en un nuevo daño que vendrá.Pensaréis que os lo estoy contando todo. No, no os estoy contando absolutamente nada. Me he quedado en la superficie, en el borde de ese agujero negro que solo promete oscuridad. Para descubrir la luz hay que adentrarse en el libro, en Lucile, hermanarse con su dolor y su sufrimiento. Dejar que sus fragmentos rocen y perforen nuestra piel. Tragarlos, dejarnos desgarrar y digerirlos hasta vomitar sangre. Sangre que se unirá a la que ya resbala por nuestra epidermis, que nos lleva a un estado comatoso que nos acuna y adormece. No sé cuánto dolor puede absorber una persona, cuánto es capaz de acumular una familia, ignoro cuánto puede sobrellevar un lector aunque tal vez este libro se acerque al límite. Sí sé que había luz en Lucile, tanta que por momentos la hizo brillar y por otros la deslumbró desorientándola y perdiéndola. Sé además que tras su muerte su hija pudo atemperar ese fulgor y reflejarlo en un haz de luz que aunque no lo creáis es negra. Ojalá pudiérais verla.
"La mirada de George sobre su hija parecía marcada de extrañeza. Lucile tenía algo de sombrío que la asemejaba a él. Desde muy pequeña, Lucile le intrigaba. Esa forma que tenía de aislarse, de abstraerse, como si estuviese esperando a alguien, de utilizar el lenguaje con parsimonia, esa forma, había pensado a veces, de no comprometerse. Pero él sabía que a Lucile no se le escapaba nada, ni un sonido, ni una imagen. Lo captaba todo. Lo absorbía todo. Como sus otros hijos, Lucile quería complacerle, buscaba su sonrisa, su aprobación, sus felicitaciones. Como los demás, esperaba la vuelta de su padre y a veces, cuando Liane se lo proponía, le contaba su jornada. Pero Lucile, más que los demás, estaba ligada a él.
Y Georges no podía dejar de mirarla, fascinado.
Años más tarde, su madre hablaría de esa atracción que Lucile ejercía sobre los demás, esa mezcla de belleza y ausencia, esa forma que tenía de sostener la mirada, perdida en sus pensamientos.
Años más tarde, cuando también Lucile estaría muerta, mucho antes de convertirse en una anciana, encontraríamos entre sus cosas las imágenes publicitarias de una niña sonriente y natural.
Años más tarde, cuando hubo que vaciar el piso de Lucile, descubriríamos en el fondo de un cajón una película entera de fotos del cadáver de su padre, hechas por ella misma y desde todos los ángulos posibles, con un traje beige u ocre, color vómito."
Ascensão. Fotografía de jeronimo sanz
Ficha del libro:
Título: Nada se opone a la nocheAutor: Delphine de Vigan
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2012
Nº de páginas: 376