Revista Cultura y Ocio
Le tengo a Nadal el aprecio y el afecto que no le dispenso a otros profesionales que son en lo suyo igual de eficaces y triunfadores que él. Sin entender bien por qué, siento propios sus triunfos; consigue eso: que exista esa transferencia afectiva insólita, habida cuenta de que no le conozco en absoluto. No es cierto eso, pensándolo bien: a Nadal, a poco que se le sigue o se escucha con atención lo que dice, se le puede conocer, puede ser algo nuestro, como una especie de amigo. Me alegra el día cuando gana un grand slam. Como si fuese cosa mía o como si tuviera yo parte en su gesta. Lo de Roland Garros es parte de la historia familiar. Si hubiese estado Federer, mejor aún. No hay deportista que rivalice con Nadal en compaginar sencillez y magisterio. Nada que ver con Cristiano Ronaldo, que cae mal nada más abrir su boca, aunque luego en el campo haga goles como churros y el equipo en el que milite (ahora el Real Madrid, mañana ojalá otro) gane trofeos y engorde las arcas patrimoniales de la entidad. Nada ver con Messi, que cae mal incluso sin que diga esta boca es mía. Tal vez por ser tan poca cosa y desear uno que fuera del campo se explaye y opine. Al menos Cristiano congracia la animadversión ajena por causa de esas opiniones. Parece que es más respetable caer mal por hablar que por no hacerlo en absoluto o por decir obviedades. A Nadal no le sucede nada de eso. Se defiende bien cuando expresa su parecer político. El otro día se pringó en lo de Sánchez y en lo de Rajoy. Dijo: "Yo lo que querría es poder votar". Creo que dijo eso. Está bien que toda esa gente pública pueda decir lo que piensa. Se añade que Nadal lo hace con un respeto que sobrecoge. Teme decir una palabra inapropiada, se arredra en el tono, no embiste, no deja caer nada que ofenda. En el campo, sin embargo, actúa con absoluta animalidad. En el tenis, muy por encima de otros deportes, se puede ser un caballero y, a la vez, desvalijar al enemigo, expoliarlo, reducirlo a trozos, hacer que desee no volver a pisar una pista. Lo admirable de Nadal no es que gane, sino justo lo contrario: se enseñorea cuando pierde. Ahí despliega sus modales más cívicos, los que deberían proyectarse en las aulas, haciendo ver a todas las generaciones que lo observan lo fácil que es aceptar que lo normal es perder o que ganar es una condición deseable en cualquier lance de la vida, pero no la fundamental. Creo que nos han educado para vencer. Los perdedores no escriben la Historia, eso dicen. Pero a veces encuentra uno un señor como éste y se alegra de que haya llegado tan arriba y siga en la brecha, haciendo como si no hubiese pasado nada, emocionado hoy en París, aunque sea la vez número once en que repite el mismo gesto, el de ganar tantas veces, once, once, se dice pronto, con esa abrumadora superioridad en uno de los templos del tenis. Si no fuese por sus lesiones, se diría que no es de este mundo. Lo emocionante es que se lesione, se sacrifique, renuncie a todo para regresar con el ánimo puro y el cuerpo arreglado. Podría vivir la gran vida, pero la gran vida es la que él ha elegido, la del tenis y la de seguir arriba. Es el ave fénix, es Lázaro, él mismo es ya un persona de la mitología. De la mía, de la de cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad, le guste el tenis o le causa la indiferencia más absoluta. Somos de Nadal porque transmite la armonía que buscamos en el deporte. También porque nos enseña algo precioso en estos o en otros tiempos: la nobleza del error, la posibilidad de que no importe perder si lo has dado todo o el rival es sencillamente mejor que tú. Echo en falta ese argumento, no lo veo a diario. Por supuesto, tampoco lo veo en la escuela, por más que los maestros nos conjuremos para conseguir que sea el trabajo el que resplandezca, y no únicamente el triunfo cuando finaliza. Ojalá cunda el ejemplo de este hombre y podamos ver alguna rueda de prensa suya cuando no gane el próximo Roland Garros o el US Open. Dirá que lo hizo mal, no se encogerá, valorará el desempeño del contrincante, hará ver que la vida sigue y que habrá otro partido y él trabajará duro (en eso es particularmente insistente) para llegar en las mejores condiciones y poder ganarlo. Lleva toda la vida haciendo eso.