Revista Cultura y Ocio

Nadie me miente como yo – @candid_albicans

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Mi segundo marido solía decirme que de tan optimista que soy, parezco tonta. Yo creo que tontería es dejarse vencer por lo que todavía está por llegar.

La vida no me ha tratado muy bien, que digamos. Me casé a los 19 años con un hombre de 42 al que le gustaba exhibirme como una muñeca de porcelana durante el día y utilizarme como recipiente de sus frustraciones y objeto de sus depravaciones por las noches. Con él aprendí a maquillar hematomas y mentir a los médicos acerca de mi torpeza a la hora de subir y bajar escaleras. ¿Que por qué me casé con él? Pues porque yo era una niña. Una niña a la que se podía engañar con verborrea fácil y barata. Una niña de pueblo a la que el océano arrebató a su padre mientras faenaba un día de temporal cualquiera. Necesitaba creer que encontraría la protección y el cariño paternal que tanto eché de menos en aquel demonio que me prometía el cielo. Primera mentira.

A los 27 años me casé con Julián, el que sería el amor de mi vida. Mi primer marido se había ido del país huyendo de sus acreedores, dejándome sola y en la más absoluta de las miserias. Que conste que aunque fue duro salir del bache económico, no había mañana que no me levantase con una sonrisa de oreja a oreja y una tranquilidad que no había experimentado en muchos años. Comencé a trabajar como dependienta en una de las boutiques más exclusivas de Madrid de lunes a viernes, y los fines de semana me dedicaba a hacer de niñera para una familia acomodada. Si para algo sirvió mi primer matrimonio, fue para introducirme en la alta sociedad. Tan fatua y tan falsa, pero que ahora me permitía ganarme la vida sin tener que depender de nadie para salir adelante yo sola. Julián era el hermano mayor de una de mis compañeras de trabajo. Era delgado, no muy alto, de ojos oscuros y mirada sincera. Venía en su coche todas las tardes para llevar a casa a mi compañera. Al principio venía justo al cierre, pero a medida que pasaban los días llegaba cada vez antes, aparcaba delante de la puerta, y salía a esperarla apoyado en el coche. Él pensaba que yo no me daba cuenta, pero veía cómo me miraba a través del escaparate. Me hacía gracia el atrevimiento, la verdad. Con el tiempo entablamos conversación y en pocas semanas nos dimos cuenta de que la vida era mejor cuando estábamos juntos. Yo me enamoré como si fuese la primera vez. Y de hecho, creo que lo fue. Él era el faro que iluminaba mi vida, era mi puerto y mi hogar. Era la sonrisa que me recibía cada día al llegar a casa, el beso que me despedía cuando me iba, y el abrazo que me arropó cada noche durante los treinta años más felices de mi vida. Julián era el motivo por el que yo lo veía todo de color de rosa. Y a pesar de sus intentos por hacerme ver la vida de una manera más realista, era tan feliz a su lado que para mí no había obstáculo que no pudiese sortear. Sólo me aterraba la idea de que cuando tuviésemos por lo menos cien años, él se cansase de vivir y me dejase sola. Así que me consolaba la convicción de que yo moriría antes. Segunda mentira. A mi marido se lo llevó un infarto cerebral una fría noche de enero hace tres años, mientras yo dormía entre sus brazos.

Hoy cumplo 60 años rodeada de recuerdos, ya que hijos no he podido tener.

Hoy, esta atea brinda por una tercera y última mentira como autorregalo de cumpleaños. Confío en que Julián esté esperándome donde quiera que se haya ido. Que si la vida es aburrida sin él, para cuanto más una eternidad.

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