Nos creíamos a salvo de cualquier zozobra en nuestras confortables torres de cristal. Todo parecía fácil, asequible, cercano a la felicidad. En cada torre habitábamos solo aquellos que habíamos merecido vivir allí. Éramos personas programadas para convivir gracias a un complejo sistema de algoritmos establecidos por los grandes consorcios informáticos. Al contrario de lo habitual en los programas de telerrealidad, no fuimos elegidos para la confrontación. Dentro de cada torre solo nos relacionábamos con afines según el perfil dibujado por nuestro baremo de actividad en Internet y después de pasar por pruebas físicas y psicotécnicas que lo confirmaban. No había disputas, no había enfrentamientos insalvables, ni siquiera añorábamos a nuestras familias naturales de las que ignorábamos su suerte. Todo parecía ideal e incuestionable y más cuando nos contaban el caos y la miseria que soportaban los inadaptados que vivían a ras de suelo.
"Pobres diablos" comentábamos en voz alta y en tono condescendiente para disimular nuestra falta de compasión. En realidad, muchos se sentían mejor imaginando el declive estrepitoso de los de abajo. El mal ajeno es un estímulo culpable pero satisfactorio para los seres ensimismados en su propio bienestar.
Nuestros sentimientos de superioridad venían reforzados por el tipo de ocio cultural que nos estaba permitido. Se había proscrito la ficción no virtuosa. La narrativa y la cultura audiovisual debían ser constructivas y sometidas a estrictos criterios morales. Los ensayos librescos, con los que nos atosigaban día y noche, debían ser aleccionadores y edificantes. La bondad debía de ser premiada, la maldad castigada sin tregua. Finalmente, en caso de duda, había que recurrir a la autoayuda o a sesiones de autoafirmación impartidas por programadores terapéuticos especializados.
Ya no importaba de que lugar venías, ni quien eras, ni el grupo social del que procedías, ni si eras hombre o mujer, blanco o de color, honrado o humillado, explotador o explotado. La búsqueda narcisista de la felicidad era el alfa y el omega de todo lo que constituía nuestra existencia en nuestro confortable cobijo. A salvo de extraños.
Así estaban las cosas cuando nos infectó el virus...
y rompimos las paredes de las probetas.
(Variante o continuación de esta entrada del 2018)