Hace unos días, mientras grababa un episodio del podcast Sin Manual, conducido por la periodista venezolana Anna Vaccarella, surgió una frase que se ha quedado dando vueltas en mi mente:
“Nadie sale indemne de la infancia.”
Y sí, es una verdad difícil de negar. Esta frase me ha hecho reflexionar mucho y me ha motivado a escribir este post. La primera cuestión que me plateé, como no podía ser otra, era precisamente si es o no cierto que nadie sale indemne de la infancia y si la infancia nos marca tanto a todos.
¿Es cierto que nadie sale indemne de la infancia?
Y la respuesta es que sí, la infancia nos marca. Para bien y para mal. Nos moldea, nos deja huella. A veces, con heridas profundas; otras, con cicatrices apenas visibles. Pero todos, en mayor o menor medida, salimos con algo grabado en la piel emocional. Por eso, podemos afirmar que nadie sale indemne de la infancia.
Ahora bien, es importante aclarar que cuando usamos esta frase no nos referimos únicamente al entorno familiar como origen del dolor. La infancia está construida en medio de múltiples experiencias y contextos: la escuela, las relaciones con iguales, los sistemas educativos, las pérdidas, los duelos, la salud física o emocional, entre muchos otros. Todo ello puede dejarnos marca. Y precisamente por eso, mirar nuestra historia con amplitud y sin reduccionismos nos ayuda a comprender mejor quiénes fuimos… y quiénes somos hoy.
Como psicóloga infantil y especialista en crianza, veo a muchos adultos que siguen buscando respuestas en su infancia. Es comprensible: es un período sensible, decisivo, donde se construyen los cimientos de nuestra identidad.
Pero esos cimientos no siempre se formaron en condiciones ideales. La infancia también está construida en medio de imperfecciones, porque quienes la acompañan —nuestros padres y madres— son, como todos nosotros, seres humanos imperfectos. Actuaron desde lo que sabían, lo que podían y lo que tenían. Con los recursos emocionales, cognitivos y materiales disponibles en ese momento. Y muchas veces, lo hicieron en contextos marcados por la precariedad o la falta de apoyo.
Comprender esto no minimiza el impacto de ciertas vivencias. Pero sí nos permite mirarlas con una perspectiva más amplia, más humana y más compasiva.
La infancia no siempre duele, pero siempre deja huella
En estos días, al lanzar una pregunta en redes sociales —“¿Crees que tu infancia marcó quién eres hoy?”— he recibido muchas respuestas.
Algunas breves, otras más extensas, pero todas con un denominador común: lo vivido en la infancia sigue presente, de una forma u otra.
Estas voces me han confirmado que esta no es solo una reflexión personal o profesional, sino una conversación colectiva. Una necesidad compartida de poner palabras a lo que nos dejó huella.
Una de las respuestas decía:
“Sí, profundamente… y no consigo escapar de ello.”
Esta frase —tan sencilla como honesta— resume algo que acompaña a muchas personas adultas: la infancia no se olvida solo porque haya pasado. A veces se integra, a veces se transforma, pero con frecuencia sigue presente.

Hablar de las heridas emocionales de la infancia se ha vuelto cada vez más frecuente. Y eso tiene un gran valor: nos permite poner palabras al dolor, dejar de silenciar experiencias que antes se callaban por vergüenza, miedo o lealtad.
Porque sí, nadie sale indemne de la infancia, pero eso no significa que toda dificultad se convierta en trauma.
El riesgo, cuando se abre este tipo de conversación, es caer en la sobredimensión: buscar en nuestros padres el origen de todo lo que hoy nos cuesta, etiquetar con rapidez, juzgar sin comprender.
Por eso es fundamental hacer una distinción clara: validar el dolor no significa fomentar la victimización.
Podemos reconocer lo que nos dolió sin quedarnos atrapados en ello.
Podemos entender lo que faltó sin reducir nuestra infancia —ni nuestra identidad— solo a lo que no tuvimos.
Y desde ahí, como adultos, preguntarnos: ¿cómo queremos acompañar a nuestros hijos, sabiendo que también ellos saldrán con sus propias huellas?
Sobreprotección: la herida bienintencionada

Antes de continuar, te sugiero la lectura de este artículo del blog: ¿Desde qué emoción educas a tus hijos?, donde reflexiono sobre cómo nuestras emociones influyen en la forma de criar y acompañar a nuestros hijos.
Muchos padres y madres, al tomar conciencia del impacto que tiene la infancia en la vida adulta, caen en el otro extremo: el del miedo. Miedo a equivocarse. A hacer daño. A no estar a la altura.
Y desde ese miedo, empiezan a proteger tanto… que acaban dejando a sus hijos sin herramientas para enfrentarse a la vida.
Porque sí, nadie sale indemne de la infancia, pero eso no significa que debamos intentar evitar cualquier herida. El exceso de protección también deja huella, aunque esté motivado por el amor y la buena intención. En este artículo del blog te explico algunas de las consecuencias de educar con sobreprotección.
Cuando evitamos que nuestros hijos se frustren, se equivoquen, se enfrenten a conflictos o a emociones difíciles, les estamos enviando un mensaje implícito:
- “Tú solo no puedes.”
- “Necesitas que alguien te rescate.”
- “El mundo es demasiado duro para ti.”
Y ese mensaje, repetido una y otra vez, acaba calando.
Educar no es salvar. Educar es acompañar.
Es permitir que nuestros hijos vivan experiencias reales, con apoyo emocional, pero sin anular sus propios recursos.
Es confiar en su capacidad de afrontamiento, aunque duela verles caer.
Es estar disponibles, pero no ser imprescindibles.
Y sobre todo, es aprender a soltar el control. Si este punto te remueve, te invito a leer el artículo: “Si educar no es controlar, ¿por qué necesitamos controlar tanto a los niños?”
¿Cómo acompañar sin herir (ni sobreproteger)?

Es una de las preguntas más importantes —y más difíciles— que nos hacemos como madres, padres o profesionales.
Si, nadie sale indemne de la infancia por más que nos hayan tratado de proteger porque el exceso de protección también daña.
Y aunque no existe una receta mágica —ni fórmulas ni varitas mágicas para educar—, sí podemos encontrar algunas claves que nos orienten en el camino:
- Observa sin intervenir de inmediato. A veces, un niño necesita resolver un conflicto por sí solo antes de que un adulto lo solucione por él.
- Valida sus emociones, no sus reacciones. Puedes reconocer que está frustrado sin justificar que grite o golpee.
- Ofrece apoyo, no control. Acompañar no es anticiparse a todo, sino estar cerca cuando se necesita.
- Confía en su capacidad. Los niños aprenden haciendo, equivocándose, frustrándose. Si todo les viene dado, no aprenden a tolerar la espera ni el esfuerzo.
- Trabaja tus propias heridas. Muchas veces, sobreprotegemos porque estamos reparando lo que no tuvimos. Tomar conciencia de ello nos ayuda a no proyectarlo.
Acompañar sin herir (ni sobreproteger) implica confiar, soltar el control y estar presentes sin invadir. Y eso —aunque no sea sencillo— es posible.
Una mirada más compasiva
Volver la mirada a nuestra infancia con comprensión —sin juicio ni resentimiento— no es fácil, pero es profundamente necesario.
Como madre, sé lo que duele reconocer ciertas carencias. Como psicóloga infantil, sé lo liberador que puede ser hacerlo sin culpas, sin victimismo y sin miedo.
No se trata de borrar el pasado ni de idealizarlo, sino de reconocerlo tal como fue. Solo así podemos acompañar a nuestros hijos desde un lugar más consciente, más disponible y menos condicionado por nuestras propias heridas.
Mirar a nuestros hijos con esa misma compasión —la que a veces nos faltó— nos permite educar desde el vínculo, no desde la culpa. Y mirar a nuestros propios padres sin idealizarlos ni culparlos, simplemente como adultos que también hicieron lo que pudieron, nos ayuda a crecer sin rencor.
Porque sí, tal vez nadie sale indemne de la infancia.
Pero tampoco nadie sale intacto de la vida.
Y eso no es un problema: es parte de la experiencia humana. La clave está en cómo decidimos mirar, comprender y transformar.
¿Desde qué lugar estás educando tú hoy?
Conclusión
Nadie sale indemne de la infancia, pero eso no significa que estemos rotos. Significa que somos humanos. Que venimos de historias reales, no perfectas. Que llevamos cicatrices que pueden doler, pero también enseñarnos.
Como madres, padres o profesionales, mirar la infancia con honestidad y compasión nos permite criar desde un lugar más consciente, más libre de culpas y miedos.
No se trata de evitar todas las heridas, sino de acompañar con presencia, de ofrecer seguridad emocional sin anular la autonomía del niño, y de aprender —una y otra vez— a confiar en su capacidad de crecer.
Porque educar no es garantizar una infancia sin marcas.
Educar es acompañar de forma que esas marcas no impidan florecer.
Este post forma parte de una reflexión que también he querido abrir en redes sociales.
Si quieres leer algunas de las respuestas reales y anónimas que he recibido, puedes encontrarlas en stories destacadas en mi perfil de Instagram:
@mamapsicologainfantil_oficial
Porque cuando compartimos lo vivido, no solo nos comprendemos mejor… también dejamos de sentirnos solas.
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Imagenes cortesía: https://www.freepik.es
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