“Nápoles es extraordinario en todos los sentidos”, escribe Norman Lewis el 24 de junio de 1944. Diez meses antes había desembarcado en la playa de Salerno con una pistola al cinto, cinco balas y un diario, un escudo de papel que le permitió sobrevivir a la peligrosa realidad del sur de Italia sin disparar una sola bala. Le bastó con ver, escuchar y conversar para descifrar el gran secreto de la ciudad – que no es europea, sino oriental –, pero su habilidad en estas artes no le impidió rendirse a Nápoles, a la vitalidad y fuerza de sus habitantes, capaces de sobrevivir a los bombardeos, a la falta de agua, luz, comida, combustible, a su amor por la teatralidad y las apariencias, que no solo ocultaban la dura realidad sino que formaban parte de ésta.
“La obsesión de los napolitanos por las apariencias se hace evidente en los funerales. Un individuo puede haber sido casi un indigente toda la vida, pero sabe que cuando muera le enterrarán en un espléndido ataúd; y además, no escatiman nada para honrar al difunto y aumentar el prestigio de la desconsolada familia”. Poco importa que el ataúd y las flores sean alquiladas, igual que el distinguido ‘Zio di Roma’ (‘tío de Roma’), que no solo es alquilado sino que, además, es falso.
Lewis lo sabe bien porque uno de sus confidentes, y de sus mejores amigos, malvive con el poco dinero que consigue vestido de luto, interpretando con su flacura aristocrática a ese pariente lejano que llega a Nápoles para dar el último adiós. Vicente Lattarullo, abogado literalmente consumido por el hambre, es un hidalgo del siglo de Cervantes, un noble sin blanca desde hace generaciones que vive en un palacio en ruinas y conserva aún la vajilla de plata de los tiempos de gloria.
Lattarullo descifra a Lewis parte de los secretos de este Nápoles hermoso y horrible, que huele a madera quemada, a cloaca y a hambre. Pero es Lewis quien tiene el deseo de saber más, de comprender a los habitantes de esta ciudad única en cuyas esquinas los ‘cantastorie’ aún relatan las hazañas de Carlomagno. Su ‘Nápoles, 1944’ es un retrato de la condición humana, una colección de historias que muestra lo que los hombres y mujeres son capaces de hacer y soportar para sobrevivir en el tiempo sin ley de la guerra. Libre de la dictadura de lo verosímil que somete a la ficción, Lewis pasa del horror al humor sin transición, en la misma página, en una narración fragmentaria, moderna, viva, dotada de la frescura de los clásicos invencibles al paso del tiempo.
Mientras anota su día a día, Lewis evita convertirse en un cínico y escribe uno de los mejores libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Hay escenas inolvidables, como cuando un grupo de niñas ciegas entra en el café en el que desayuna: “…me había aferrado a la consoladora idea de que los seres humano acaban aceptando el sufrimiento y el dolor. Pero he comprendido que estaba equivocado y he experimentado una conversión, como Pablo, aunque la mía ha sido al pesimismo. Cualquiera de aquellas niñas podría ser mi hija. Entraron llorando en el restaurante y seguirían llorando cuando las sacaron. Y yo sabía que seguirían llorando sin cesar, condenadas a la oscuridad, el hambre y la pérdida sempiternas. Sabía que ellas nunca se recobrarían del dolor, y yo de su recuerdo”.
Junto a la vida, late en las páginas del diario de Lewis la severidad inimaginable de la época, de un Nápoles pobre y único donde las madres prostituyen a sus hijas, donde los ‘scugnizzi’, los niños de la calle – a los que Lewis encuentra encantadores y dueños de una sabia filosofía de la vida -, se agrupan en bandas para sobrevivir, mientras la administración corrupta del gobierno de ocupación aliado se entrega desde el primer momento a la mafia siciliana. Como en nuestro pobre presente, se roban las alcantarillas y el cobre, y las penas son tan severas como absurdas. Lewis deja bien claro que en ese mundo de justicia arbitraria solo los pobres son castigados. Si para acusar a un hombre de bandidaje se necesitan al menos cinco detenidos y solo hay cuatro bandidos, hay solución: se detiene a un hombre con antecedentes del pueblo más cercano y se le envía a prisión cinco años.
Pero, como en la vida, Lewis también encuentra espacio para el humor y la aventura. Cada página de su diario contiene una historia fascinante, desde la divertida rivalidad de San Gennaro y San Sebastiano, los santos a los que los napolitanos recurren para que impida que la lava del Vesubio engulla sus casas, hasta el romance de la hermosa Lola y el capitán Frazer, un elegante oficial británico que literalmente es consumido por la bomba sexual italiana. Javier Reverte, nuestro gran escritor viajero, ha escrito que entre Chatwin y Lewis se queda con este último, por la sencilla razón de que no hacía trampas: “acudía a los lugares sin prejuicio ninguno, abierto a las voces de los otros, en tanto que Chatwin llevaba una idea fija en la cabeza que intentaba justificar manipulando vidas”. Por eso este libro es único y hermoso.
‘Nápoles, 1944’. Norman Lewis. RBA. Barcelona, 2012. 256 páginas, 4,95 euros (sí, no es una errata).
Pd.: La primera foto de esta entrada es de Robert Capa… y no es de Nápoles, sino de Troina, una localidad de Sicilia. Capa la hizo en agosto de 1943. Siempre me ha fascinado ese soldado estadounidense que agachado tiene casi la misma altura que el viejo campesino siciliano que le indica el camino por el que han huido los alemanes. Casi imposible ilustrar mejor el choque entre dos mundos tan distintos. Las otras dos fotografías son de Wayne Miller y sí fueron tomadas en Nápoles en 1944. Creo que Miller y Lewis retrataron a Nápoles y a sus habitantes con la misma mirada cálida.