Basta con echar un vistazo al mapa que abarca el sur de los actuales Estados Unidos y el Norte de México para advertir la verdadera dimensión de la hazaña de supervivencia que protagonizó el jerezano Alvar Núñez Cabeza de Vaca, uno de los protagonistas de las crónicas del descubriminto de América, no precisamente por conquistador, como Hernán Cortés, sino más bien como explorador y antropólogo, muy a su pesar. La medida de la pobreza imperante en la España de la época, a pesar de las glorias imperiales que se estaban viviendo, podemos reconocerla en la abundancia de voluntarios para embarcarse para las Indias, hacia unas tierras que empezaban a explorarse y que estaban infestadas de peligros. Para unos, como el nombrado Hernán Cortés, fue un viaje glorioso, que abrió las puertas a riquezas insospechadas. Para Cabeza de Vaca, que parecía viajar con la desgracia como compañera, fue una auténtica odisea repleta de sufrimientos.
Quien se acerca hoy día a los Naufragios tiene garantizada una lectura fascinante, no solo por la narración del viaje en sí, sino por el lenguaje que utiliza Cabeza de Vaca, tan rico y variado como el del más consumado de los escritores. El explorador por fin descansa, después de una aventura que ha durado años. Y necesita contar - también se lo han pedido, como es lógico, a través de las instancias oficiales - lo vivido. Evocar una desgracia resulta una tarea dura para cualquiera, pero cuando se trata de un rosario de trabajos, penosidades y mala suerte, sobre todo cuando se buscaba la riqueza y la gloria, debe ser un ejercicio tremendamente difícil. El autor no se priva en describirnos con todo lujo de detalles los dolores, los miedos y las fatigas padecidas:
"Ya he dicho cómo por toda esta tierra anduvimos desnudos; y como no estábamos acostumbrados a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros dos veces en el año, y con el sol y el aire hacíansenos en los pechos y en las espaldas unos empeines muy grandes, de que rescíbiamos muy gran pena por razón de las muy grandes cargas que traíamos, que eran muy pesadas; y hacían que las cuerdas se nos metían en los brazos; y la tierra es tan áspera y tan cerrada, que muchas veces hacíamos leña en montes, que cuando la acabábamos de sacar nos corría por muchas partes sangre, de las espinas y matas con las que topábamos, que nos rompían por donde alcazaban. A las veces que acontesció hacer leña donde, después de haberme costado mucha sangre, no la podía sacar ni a cuestas ni arrastrando. No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redemptor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuanto más sería el tormento que de las espinas él padesció que no aquel que entonces yo sufría."
Una de las características que más llaman la atención del relato de Cabeza de Vaca, y que lo definen como un hombre de su época, es su profunda religiosidad. El explorador pasa continuamente por malos tragos, pero jamás se deja vencer totalmente por la desesperación, pues su fe en el Dios de los cristianos siempre le sirve de consuelo y cualquier alivio a la situación padecida, por pequeño que sea, siempre será motivo de agradecimiento a aquel que siempre vela por los creyentes. La vacilación de la propia fe parece cosa imposible, hasta el punto de que una de las mayores preocupaciones del narrador es convertir a los ingenuos indios que va encontrando por el camino. Por supuesto que dicha ruta es tan larga y tan accidentada que todos no se van a comportar amigablemente, en especial los que ya han tenido contacto previo con el invasor.
En cualquier caso lo más importante aquí - y ojalá el narrador se diera cuenta de ello mientras escribía tan impresionante crónica - no era la gloria militar, sino que Cabeza de Vaca fue el primer europeo que pudo contemplar esos enormes horizontes del Oeste que siglos después seguirían fascinando a los pioneros norteamericanos. El explorador murió algunos años después en Sevilla. ¿Sentiría nostalgia de su odisea en sus últimos días?