El día antes de Navidad, Santa Claus que, en realidad, no solía operar por aquella zona, pues aún era feudo de los Magos, se había extraviado. El frio le acometió de mala manera. Acabó refugiándose, en la casa aislada del campesino, después de andar desorientado durante horas. Se escarranchó en el embudo de la chimenea y echó unas cabezadas. Por la noche, víctima perpetua de una incontinencia, ya muy tiránica, se aventuró por la casa, a la búsqueda de un cuarto de baño.
Fidel, siempre con ojo avizor, percibió los ruidos del viejo obeso. Disparó sin miramientos. Al comprobar quién era, se echó las manos a la cabeza, pero haciendo prueba de su sangre fría, no tardó en reaccionar. Se recluyó con el cadáver toda la noche en el garaje. Aún ahora, sólo él sabe lo que sucedió allí dentro. Lo cierto es, que esas Navidades los niños comieron asado todos los días festivos. La carne era sabrosa, quizá un poco grasa. También recibieron los regalos. Los Reyes siempre habían sido generosos con ellos.Texto: Mei MoránMás relatos de Navidad aquí